Quien alguna vez haya anhelado y albergado con una furia cándida e intensa algo, podrá avenir conmigo en el hecho que, estando vivamente en el corazón y en su mente, sucede que este algo suele verse allá fuera de nosotros por doquier. Es como el amante que en cada cosa de la vida ve un motivo para hacer poesía a su amada. Este fuego que consuma, podría decirse que nos da una nueva mirada, unos nuevos ojos con los que afrontar la cotidianidad. Ese acontecimiento son esos nuevos lentes con los que encarar nuestra vida y el mundo que se vive en ella.
Mientras tecleo esto, veo en mi fondo de pantalla la mirada penetrante de Emmanuel Levinas junto con una frase transliterada por mí de una de las tantas conferencias pronunciadas por Miguel García–Baró. Aunque esto revista el carácter de un dato biográfico, no pierde de suyo su rasgo de angular. Junto a estos dos grandísimos pensadores –así como de la mano de Husserl, Stein, von Hildebrand, Chesterton, Kierkegaard, Sócrates y del Bien Perfecto– fue que mi vida pasó a verse con una mirada nueva, con esos lentes nuevos.
En ese estricto ángulo se inserta la presente columna, pues no tiene nada de original sino el marcar sobre una película, una posición filosófica fundamental que tomo como estilo de vida.
De la mano de estos pensadores y del Bien Perfecto, pude comprender, cuál es la tesis última sobre la que se debe vivir y filosofar: la perspectiva de la responsabilidad absoluta. Y es que en ella de suyo viene dado que responsabilizarse es, primero y antes que nada, responsabilidad y compromiso por el Otro, sea este la persona que sea. Llámele a este amigo, mendigo o verdugo. Y que tal decisión radical, antes que un mero postulado teórico del ámbito filosófico, es un compromiso práctico pues a la base de cualquier ontología, metafísica o filosofía segunda, lo que se encuentra es una ética. Lo que quiere decir que, primariamente, a la base de la verdadera y auténtica filosofía lo que se encuentra es un comportamiento que me exige cuidar del otro, un cuidado por su santidad, pues el Bien Perfecto viene a mi encuentro en cada instante de mi vida en la persona concreta que tengo frente a mí y me dice imperativamente: ¡no dañarás!
De la mano de esto, ha venido progresivamente, purificándose y depurándose, lo que significa la práxis de la filosofía. No es ya en la base un mero ejercicio del pensamiento como en nuestras actuales Facultades de Filosofía, o una serie de conceptos con los cuales divertirse una tarde como hacía Juan David García Bacca hablando sobre el tomismo, o la curiosidad infinita prodigada por Aristóteles o el resultado de tener ya suficientes comodidades en la vida, como la hacía Cicerón, para luego, ahora sí, dedicarse a pensar en sus viñedos con los originales de Platón y Aristóteles. No, no es nada de eso, ni puede serlo. La praxis de la filosofía no es sino el resultado de la vergüenza, pues es la consecuencia de la sensación de hartura de hacer en todo momento las cosas mal. Es el compromiso vital de actuar con base a lo que hemos develeado, a fuerza de lágrimas y al borde de la locura, en esa indagación hermosa de lo que es la verdad. No es ya la vía heideggeriana hoy tanto practicada de la absoluta y vergonzosa serenidad: es la desesperación husserliana de aquella carta de 1930 en que decía: «Allí viví [en la oscuridad de la investigación por la verdad], de desesperación en desesperación y recuperando los ánimos cada vez». Por esto, en la acción se diferencia el sofista del filósofo, aunque hoy tantos, hayamos creído en algún punto, haber sido lo segundo. La filosofía no es ya la soberbia absoluta –a la manera del sofista– sino la humildad absoluta –a la manera del franciscano–.
Estas reflexiones se presentan, de una manera plástica y medianamente clara, a los ojos del niño –aunque lo intuya vagamente– o a quien no haya deseado ser ya –o peor aún– se haya identificado con Lyle Tiberius Rourke. Este comandante que en su personaje devela con una transparencia absoluta las preocupaciones, sentires y “morales” del hombre ultramoderno, ese que no se compromete con nadie, pues lo único que existe e importa es él mismo. Mientras que, Milo James Thatch, es la personificación del auténtico filósofo, aunque sea en Atlantis (2001) un cartógrafo y lingüista.
Este encantador personaje de la película dirigida por Gary Trousdale y Kirk Wise (en esos gloriosos años de Disney, que se acercaban más a las finalidades de la fábula que al interés último del consumo) merece, mínimamente, tres elogios. Tres que pueden recibir cualquiera de los filósofos que más arriba enuncié y que podrá recibir quien tenga en su haber vital tales rasgos.
El primero es esa apasionada, desaforada y perfectamente fundada pasión por la verdad. Milo Thatch, no se derrota aunque el comité del museo en el que trabaja como caldero, lo adule y le sugiere para conservar su trabajo, que se dedique a cosas más importantes. Y para aquella, su expedición vital, le arroja soberbiamente una moneda: ese es el precio de la verdad. Sin embargo, Milo se sostiene y creo que acá, no pocos méritos tiene el no–personaje esencial: su abuelo Thaddeus Thatch, que fácilmente es traducible, en quien es su mentor y maestro. Todos los anteriores, y algunos que se me escapan, son mis maestros y en el caso de algunos, mis consejeros al estilo de un abuelo.
El segundo es la responsabilidad moral absoluta y comprometida con aquel develar de la verdad representada en el descubrimiento de Atlantis y cuyo contrapunto y contracara es el detestable –pero excelente personificación de cierto tipo de personas– del comandante Lyle Tiberius. No es sólo lo que se descubre, es la actitud que adoptamos y lo que hacemos con y frente a ello. No es la verdad por la verdad, no es el dato bruto y bárbaro de la verdad; es la responsabilidad frente a esto o, en un sentido menos confuso, es lo que me implica a mí esta verdad.
Finalmente, Milo Thatch, en lo que se refiere a su esfera de valores, cuenta y demuestra aquellas virtudes de los grandísimos maestros, esa extraña amabilidad y excesiva humildad de corazón que le permite dejarse afectar por la verdad de las cosas.
Esta es la perspectiva última de Atlantis (2001): que cualquier vida teórica se subordina a una vida ética, o, en términos metafísicos, que el Ser se subordina al Bien Perfecto.
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