Puede ser que un atardecer con tonos malva, palo de rosa y amarillos encendidos te haga creer que el mundo merece otros destinos, distintos a los de las guerras, a los de las miserias y a otros como las tantas segregaciones aún existentes. Y si estás escuchando a Juan Sebastián Bach, son otras y muy diversas las sensaciones que te propician las luces del ocaso.
Esta tarde, cuando leía un ensayo sobre la vida y obra de Molière, la luz de los vitrales comenzó a ser distinta. De fondo (no debiera ser así, porque es un irrespeto frente al compositor) sonaban composiciones de Bach, Igual, es imposible no atender a las sonoridades de la Suite orquestal Nº 2: Badinerie, que te asalta con las dulzuras de la flauta traversa. Luego sonó una cantata, de esas que te hacen brotar lagrimones y aumentar los latidos del corazón (puede ser que te mejore la presión arterial), como “Jesus bleibet meine Freude” o Cantata BWV 147.
Por la ventana de la sala se colaban luces del atardecido martes, claro y sin nubarrones, cuando antes, decí vos a las dos o tres, amenazaba, con aletazos de viento helado, un presunto aguacero. La tarde no sé por qué estaba hermosa, propicia para poner a Bach y seguir leyendo, en un sofá, el ensayo de Julio Gómez de la Serna sobre Juan Bautista Poquelin, alias Molière.
Era un atardecer que no dejaba concentrarse, porque había una luz particular, como si estuviera iluminando las notas de Bach. Sonaba el Concierto Brandeburgués Nº 1 en Fa Mayor. Y yo, en un desdoblamiento, seguía avanzando en la lectura, aunque paraba a tramos para escuchar la música y para mirar por la ventana el guayacán del frente y, entre su follaje, el horizonte luminoso, que cambiaba de tonalidades.
De pronto, el ensayista me mostraba otras luces, las de una tal Magdalena, actriz de cierto prestigio: “Era una bella rubicunda —¡Terrible seducción dominadora la de las mujeres cuya femineidad parece acrecida por esa pigmentación especial! —, asequible y animosa. Sus veleidades le reportaban siempre beneficios…”. Qué mezcla interesante: luces del atardecer, la imagen de una rubia francesa y la música de Bach.
Seguí con la lectura, pero había que parar para mirar, a través del ventanal, el espectáculo de arreboles, con música de fondo. Luz cambiante. Contraluces. Las ramas del guayacán mecidas por una brisa suave, con aleteo de pájaros en busca del sueño. Volví a la lectura, pero era imposible concentrarse frente a una demostración de cielo colorido y con las sonoridades de otro de los conciertos brandeburgueses. Imaginé, al tiempo que escuchaba la música, a unos danzarines, balletistas, y toda una coreografía. “El concierto número cuatro es un ballet”, pensé, en una especie de absurdo, tal vez promovido por la caída del sol.
En un cuaderno anoté: “Bach es toda la música; Beethoven es la música”. La tarde me iba llenado de frenesí. Así que dejé el libro sobre el sofá y me instalé en la ventana a mirar el cambio de luces. Sonó la Suite para violonchelo solo Nº 1: Preludio. Había un ambiente singular, con síntomas de embriaguez de los sentidos, mas no de la razón. O puede que de ambos. Coincidieron lectura, música y ocaso. Tomé varias fotos. Esperé. Otras más. Ya se estaba incendiando una parte del horizonte. Extraño atardecer, despertador de emociones.
La selección de Bach, la luz violeta pálida, el libro de Molière, la ventana, el sonido de los automotores a la hora del regreso, la puesta del sol, una suma de sensaciones y momentos. Una conjugación de factores, únicos, o que de algún modo no es que sean comunes en la coincidencia. Lo último que escuché, cuando ya la luz moribunda de la tarde quería ser tiniebla, cuando el guayacán ya había acogido a los pájaros del anochecer, cuando el libro seguía a la espera, fue un fragmento del Concierto para violín Nº 1 en Fa Mayor.
Hubo un silencio instantáneo. Una síntesis del mundo. El telón de fondo cambiando de colores, presagio de la noche. Luego, todo fue como siempre, o casi siempre. Cesó la música, pasamos a otras faenas, como las de ordenar las ideas sobre una tarde rubia que se tornó morena. Al fondo, tal vez en mi imaginación, los danzarines, en una coreografía celestial, seguían los pasos de la música de Bach.
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