Hitler llevó su delirio hasta sus últimas consecuencias. Se encerró en su bunker, presenció el asalto de las tropas soviéticas, se descerrajó las sienes de un disparo y terminó convertido en una hoguera frente a las puertas de su cancillería en ruinas. Sus oficiales desconocieron la criminal orden de arrasar con su propio territorio e impidieron, con ello, el diluvio. Este domingo 30 sabremos si el tirano y su lacayo están dispuestos a seguir el ejemplo. Si lo que resta de dignidad en las FANB seguirá el ejemplo de la oficialidad alemana y desconocerá la orden genocida de su comandante en jefe. Si así sucediera, Venezuela se ahorraría la culminación de la tragedia y un muy doloroso baño de sangre. De lo contrario, tirano, sátrapa y traidores deben saberlo: les espera la indignación y la furia de un pueblo alzado. Perderán la guerra.
La historia se recicla. Para desgracia de los hombres, no sobre las buenas, sino sobre las malas acciones. Imposible olvidar la confesión de Hitler, al comienzo de su guerra contra el mundo, a dos embajadores que los visitaran en la cancillería. Lo narra Sebastian Haffner en sus extraordinarias “Anotaciones sobre Hitler”: “También sobre eso pienso con frialdad absoluta. Si llegara el día en que el pueblo alemán no fuera lo suficientemente fuerte y sacrificado como para entregar su propia sangre en aras de su existencia, prefiero que sucumba y sea exterminado por otra potencia más fuerte…Yo, por mi parte, no derramaré entonces una sola lágrima por el pueblo alemán.”[1]
No eran sólo palabras. Hitler, que había hecho del delirio verbal su arma más poderosa – como Fidel Castro, como Hugo Chávez, como todos los caudillos devastadores de la historia que han pretendido emular sus siniestras ejecutorias – jamás hablaba en vano, alardeaba o decía bravuconadas. Nada de lo que dijo dejó de cumplirlo: desde asaltar el Poder, aplastar a la oposición, ejecutar el más horrendo genocidio de la historia, la Shoá y librar la más devastadora de las guerra de la historia. Así lo explicita, según el mismo Haffner, la llamada “orden de Nerón” dictada por Hitler el 19 de marzo de 1945 – a un mes del colapso y su suicidio – que “evidencia plenamente la intención de privar a los alemanes, y esta vez a todos, de cualquier posibilidad de supervivencia. El apartado clave dice: Deben destruirse todas las instalaciones militares, comunicación, industria y abastecimiento, así como cualesquiera bienes en el territorio del Reich que el enemigo pueda de alguna manera aprovechar, inmediatamente o a corto plazo, para continuar su lucha. Y a modo de explicación, Hitler expuso a Speer, ‘con un tono gélido’, según el testimonio de éste las siguientes razones:
Si se pierde la guerra, el pueblo también estará perdido. No hace falta respetar las bases que el pueblo alemán necesita para sobrevivir en un estado del más absoluto primitivismo. Al contrario, incluso es mejor destruirlas. Pues nuestro pueblo ha demostrado ser más débil, y el futuro pertenece exclusivamente al más fuerte, el pueblo del Este. Esta lucha sólo dejará tras sí seres inferiores, ya que los buenos han caído.’”[2]
¿Quién dudaría que esa disposición a la auto inmolación de su pueblo la ha llevado consigo durante todos los años de ejercicio de su tiranía Fidel Castro, quien contrariado por la prohibición que le impusiera Kruchev de lanzar sus misiles nucleares sobre el territorio norteamericano amenazara con desconocer su orden y hundir su propia isla en un gesto de cataclísmica inmolación?
Veo en la muerte de Chávez, nunca sabremos si inducida por los Castro, y la entrega del Poder de Venezuela a un agente ciegamente leal y servilmente obsecuente a los dictados de su tiranía, hoy en manos de Raúl Castro y Ramiro Valdés, una forma sublimada de esa decisión genocida, pero no aplicada a su propia isla – ¡no valdría más! – sino a la siempre odiada y jamás perdonada Venezuela. Sin esa orden de devastar a Venezuela si se pierde su control en manos del sátrapa, desaparecen los ingresos que le permiten a Cuba su precaria subsistencia y se le asesta con ello un golpe mortal a los proyectos estratégicos del castro comunismo a través del llamado Foro de Sao Paulo. Resuta casi natural que la orden impartida desde el Palacio de la Revolución haya sido dada y sea exactamente la que Hitler quisiera imponerles a sus oficiales: ¡devastar Venezuela!
Hitler se sabía tan perdido como deben sentirse hoy el sátrapa y el tirano. Saben ambos que hagan lo que hagan la decisión del pueblo de Venezuela, que naciera de una epopeya y demostrara, en las trágicas circunstancias de su breve existencia un valor y una decisión homéricas para defender su integridad – algo que jamás demostrara el pueblo cubano, el del ron, melaza y guaguancó en toda su historia – está tomada: no aceptará la implantación de una tiranía en su suelo y dará la última gota de su sangre en la lucha por reconquistar la Patria, recuperar su soberanía y expulsar del territorio a los invasores cubanos. Algo que también debieran saberlo ya y de una vez quienes traicionaran su juramento y se entregaran de rodillas al invasor cubano: las fuerzas armadas bolivarianas.
Hitler llevó su delirio hasta sus últimas consecuencias. Se encerró en su bunker, presenció el asalto de las tropas soviéticas, se descerrajó la sien de un disparo y terminó convertido en una hoguera frente a las puertas de su cancillería en ruinas. Sus oficiales desconocieron la criminal orden de arrasar con su propio territorio e impidieron, con ello, el diluvio. Este domingo 30 sabremos si el tirano y su lacayo están dispuestos a seguir el ejemplo. Si lo que resta de dignidad en las FANB seguirá el ejemplo de la oficialidad alemana y desconocerá la orden genocida de su Führer.
Si así sucediera, Venezuela se ahorraría la culminación de la tragedia y un muy doloroso baño de sangre. De lo contrario, tirano, sátrapa y traidores deben saberlo: les espera la indignación y la furia de un pueblo alzado. Perderán la guerra.
[1] Sebastian Haffner, Anotaciones sobre Hitler, Barcelona 2002, págs. 196 y sig.
[2] Ibídem, pág. 197.