En un mundo globalizado e interdependiente, las turbulencias políticas y económicas afectan a todos los países, casi sin excepción. La inestabilidad deviene en signo de los tiempos actuales, y es pasible de ser percibida de manera negativa, como suele ser el caso de los aficionados a la ingeniería social, o positivamente, si se está del lado de quienes interpretan los momentos de crisis como oportunidades.
Renombrados pensadores de la globalización, como Ulrich Beck o Joseph Stiglitz, tienden a promocionarse como aves de mal agüero, advirtiendo con recurrencia acerca de los riesgos que enfrentan las sociedades abiertas, en particular, cuando se trata de la estabilidad laboral o del futuro de las personas al entrar en la edad de jubilación. Sin lugar a dudas, ambos son reconocidos expertos a la hora de diagnosticar problemas contemporáneos, aunque tienen por costumbre el proponer soluciones equivocadas para los mismos, manteniendo su apego a lo que se conoce como necrofilia ideológica, esto es, insistir en paradigmas o modelos que se han probado fallidos en el pasado.
Las economías emergentes son el blanco preferido de estos pretendidos gurúes, que observan horrorizados su carrera vertiginosa al ascenso o la recuperación, al tiempo que los países más avanzados se han estancado. En América Latina, la inestabilidad es un signo patente de la vida política y social. La debilidad de las instituciones y un incompleto desarrollo del mercado, son visibles desde México hasta la Patagonia, pero el mayor problema no es ese, sino el poder de influencia de los intervencionistas y de los lobbies estatistas, que reaccionan ante cualquier asomo de reforma que pueda arriesgar su posición de privilegio. Chile, Colombia, Uruguay y Panamá, por ejemplo, han dado grandes pasos hacia la liberalización económica, con la cual se ha conseguido un objetivo al que pocas veces, más que todo por desconocimiento, la gente presta atención: la estabilidad.
Entre tanto, un gigante como Argentina continúa enredado, intentando salir de la trampa de la inflación y el déficitfiscal. Luego de doce años de populismo kirchnerista, el presidente Mauricio Macri debió tomar las medidas urgentes para sacar al país de la recesión, que le han permitido reincorporarse gradualmente al concierto global. Por ejemplo, siendo la sede del Foro Económico Mundial para América Latina, o este año, asumiendo su país la presidencia del G-20. La disminución de las restricciones a la exportación de materias primas, la eliminación de algunos subsidios o la flexibilización del control cambiario, han sido determinantes en el cambio de la percepción que muchos tenían de la Argentina. No obstante, las soluciones para poner orden son inevitablemente impopulares, pues se llevan más aplausos el derroche estatal y la expansión ilimitada del gasto público, motores predilectos del parasitismo social y los favores políticos.
Macri ha logrado un acuerdo de financiación con el Fondo Monetario Internacional, de US$ 50 mil millones (ya se adelantaron US$ 15 mil millones), con el que apunta a corregir los más graves problemas macroeconómicos. Esta semana -y en particular este miércoles 29 de agosto-, a pesar de los anuncios del desembolso de los recursos necesarios para el año 2019, el peso argentino continuó devaluándose, al situarse por encima de los 34 pesos por dólar.
Está claro que Argentina requerirá de más reformas, y que tal vez éstas no produzcan un éxito inmediato, pero el camino fácil y abundante en atajos que dicta el populismo ciertamente no es la opción para generar riqueza y oportunidades reales de progreso.
Via: http://www.elojodigital.com/contenido/17152-argentina-curando-los-males-del-populismo