Es simplemente pobreza marginal visibilizada,
producto de una creciente anomia social.
“El infierno son los otros”
Sartre.
Llegué a la ciudad luminosa de Medellín hacen 5 años atrás, y desde esa fecha al presente me he percatado de un aumento considerable de la mendicidad callejera y la presencia de personas en situación de calle.
En busca de sus causas, cuestión que le incumbe a las instituciones gubernamentales de la ciudad, advierto que este tipo de tema siempre se politiza, como otros temas sociales. No obstante, yo que me mantengo al margen de la política contingente colombiana, y que miro desde fuera los acontecimientos, entro a la discusión desde otra vertiente, desde un punto de vista sociológico.
Si nos desplazamos por algunas calles de los barrios céntricos, especialmente por sus sectores comerciales, bajo el viaducto del metro, en las orillas del río Medellín, en los bajos de la oriental, se pueden observar lugares de refugio o vivac de vagabundos solos o en grupos pequeños, de no más de tres personas, durmiendo, alimentándose, eligiendo de la basura, haciendo sus necesidades, o simplemente en un ocio indeterminado o deambulando por doquier.
Es necesario, según mi punto de vista, diferenciar aquellas personas que piden limosnas de las que viven en situación de calle. Las primeras son generalmente mujeres indígenas con sus bebés e hijos pequeños, que lucen sus vestimentas coloridas ancestrales, cosa que habla muy bien de ellas, por la dignidad de mantener viva sus tradiciones, y que me imagino, también mantendrán su lenguaje. Ahora bien, esta última característica que destaco de las indígenas, nos sirve sociológicamente para diferenciarlas y estratificarlas de otras “desviaciones urbanas”; por ello me pregunto con propiedad, por qué la autoridad gubernamental no les busca una solución, por qué en los discursos políticos actuales se habla genéricamente de la pobreza, pero no se abordan estos casos especiales… porque no son muchas y visibilizadas, y ¡porque se ven con “los ojos de cara!”. Las otras personas que suelen pedir limosna, en alguna esquina, en las puertas de las iglesias y restaurantes, en los buses alimentadores del metro, obsequiando alguna golosina para compensar su detrimento, son normalmente migrantes venezolanos, aquellos hombres y mujeres que han tenido que escapar de su patria por la estupidez supina de Maduro, y que todavía no existe nadie que “le ponga el cascabel al gato”. En fin…, ¡ese es otro tema!
En cambio, las personas que viven en situación de calle son más numerosas. El lumpen (Como tal, la palabra lumpen es el acortamiento de la voz alemana lumpenproletariat, también adaptada al español como lumpemproletariado. Su traducción sería algo así como ‘proletariado de andrajos o de harapos), deambula por las calles buscando comida en los basureros, pide también limosna, sin embargo, suele ser despectivo, y a veces violento con el prójimo que le da una dádiva, esto se explica porque tiene algo de conciencia sobre su “ignominia”, transfiriendo su rencor a los otros, como si los demás tuvieran la culpa de sus carencias y destino. Se le ve durmiendo en las calles, bajo el inclemente sol del mediodía, recorriendo las calles vuelto un fantasma, con la mirada perdida, quizá embriagado o bajo los efectos de alguna droga, expele “olor a diablo”, como dicen por acá. Más de las veces, también se les ven en pequeños grupos, en torno a una pequeña fogata de deshechos, tomando algún brebaje desconocido, o simplemente rodeando “la nada”; no hablan entre ellos, no ríen, no lloran, no se miran a los ojos, simplemente su reunión es en el más puro silencio. Ortega, pensador español, diría que viven alterados, es decir fuera de sí, en la intemperie de sí y del mundo.
En la conversación cotidiana con algunos ciudadanos, en las tertulias radiales, columnas de opinión, la mayoría alude que dichas personas son foráneas, que han llegado de la ruralidad, desplazados de países vecinos e indígenas. Es cierto, algunos de ellos son de esa procedencia, sin embargo, personalmente creo que la gran mayoría de ellas son personas citadinas al margen del sistema socio-económico imperante. Es simplemente pobreza marginal visibilizada, producto de una creciente anomia social.
De acuerdo con esta tesis, Robert C. Merton, sociólogo estadounidense, define anomia como la discordancia entre la disponibilidad limitada de oportunidades, la creciente presión hacia el éxito social económico, y la erosión de los medios legítimos para conseguirlo, debido principalmente a la división del trabajo y la especialización, características de la modernidad. Dicho de otra manera, estimados lectores, la sociedad organizada socializa a sus miembros en la prosecución de algunos fines deseados y esperables, que para nuestra sociedad son principalmente el éxito económico y la distinción social, sin embargo, muchas veces se olvida que para lograrlos se necesitan medios legítimos en esa dirección, y lamentablemente no hay o son muy escasos. Por lo tanto, hoy día la gran mayoría de las personas que conforman los estratos bajos, no tienen los medios ni pueden alcanzar los fines, por lo tanto, también muchos de ellos se insubordinan ante el estado, la propiedad pública y privada, apareciendo los grupos de sublevación civil (Primera Línea); y que paréntesis, es una reacción normal (esperada) a las contradicciones de las estructuras sociales; no obstante, se considera una enfermedad social, cuyos síntoma relevante se manifiesta cuando las leyes, normas o convenciones pierden su carácter normativo y regulatorio. Surge, ineludiblemente, la ANOMIA SOCIAL.
Las personas que piden limosnas y los vagabundos, simplemente, han dejado de luchar, no encuentran a su alcance el éxito, la distinción social, no tienen medios ni menos los buscan. Se dejan estar, como una cosa más del paisaje urbano.
Estimados lectores, termino este articulo contándoles una escena real:
Todos los sábados, Luz y yo, arribamos a la iglesia salesiana de “El Sufragio en el Barrio Boston”, a cumplir con el rito y consecuencia cristiana de la Santa Misa. En la mitad de la sagrada ceremonia, cuando menos se espera, entra un vagabundo enteramente derruido y andrajoso. Recorre un ala del templo, luego camina por delante del altar, siempre con paso lento, mirando especialmente las imágenes y los vitrales de los lados, con respeto, en silencio, como volviendo a ensimismarse y a cuestionar a ese Cristo Sufriente que yace ahí en la Cruz. En cambio, la iglesia como siempre, está llena de feligreses, pero el vagabundo no mira a nadie en particular, le somos indiferentes, somos todos sólo “cosas”, aquellos que nos interponemos en su libre caminar. Sale de la iglesia, no dice nada y se pierde en el trafago de la ciudad.
“El infierno son los otros”.
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