Las actuales condiciones del país reflejan una crisis hegemónica del uribismo y su ideología. Esa crisis de hegemonía se debe, en términos de Antonio Gramsci, a que parte de esas ideas han perdido el consenso mayoritario en la sociedad, lo cual se refleja en la aparatosa caída de aprobación del gobierno de Iván Duque, las cifras de apoyo al expresidente Uribe; y muy especialmente, a que su agenda programática de sociedad no logra satisfacer las necesidades de una población empobrecida (21 millones de personas) y de la población en estado de miseria (7.4 millones). En pocas palabras, el gobierno ha perdido el consenso y por eso le apuesta a la represión, al dominio.
La situación actual explotó, como se sabe, debido a una reforma tributaria que se quería implementar en plena pandemia, una reforma lesiva de la clase media y populares que gravaba los alimentos y hasta los servicios funerarios, mientras seguía siendo favorable a los intereses de bancos y grandes fortunas. Fue una absoluta torpeza e insensibilidad del gobierno con la realidad de las personas empobrecidas por la pandemia. Sin embargo, las causas del estallido social son producto de un conjunto de promesas incumplidas históricamente, las cuales van desde la no materialización del Estado social de derecho con sus derechos sociales, económicos y culturales, hasta el incumplimiento de los Acuerdos de la Habana con las FARC que prometía cambiar algunas relaciones estructurales en el país, superación de la exclusión en el campo y eliminación de ciertas desigualdades. Siendo optimistas, dice Francisco Gutiérrez Sanín, sólo se ha cumplido un 10% de ese Acuerdo, mientras que se estimulaba la deserción de los desmovilizados, se incrementaban los asesinatos del líderes sociales, las masacres, y mientras el gobierno en actitud negacionista le apuesta a re-escribir la historia, negando retrospectivamente el conflicto en Colombia, conflicto del que nadie dudaba en los noventa cuando las FARC se tomaban pueblos en el país, o cuando los paramilitares querían apoderarse del poder local e instaurar su Estado comunitario. El paramilitarismo, además de contrainsurgente, fue también un proyecto político. Ellos mismos se presentaban como: “Un movimiento político-militar de carácter antisubversivo en ejercicio del uso del derecho a la legítima defensa, que reclama transformaciones del Estado, pero no atenta contra él. (Constitución AUC). Las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá constituyen en el campo militar una organización nacional antisubversiva en armas, y en el campo político un movimiento de resistencia civil que representa y defiende derechos e intereses nacionales desatendidos por el Estado y gravemente vulnerado (sic) y amenazados por la violencia guerrillera. (Estatuto AUC)”. Al respecto, el artículo Discurso y legitimación del paramilitarismo en Colombia: tras las huellas del proyecto hegemónico del politólogo Edwin Cruz ofrece bastantes luces.
Ese conflicto que el mismo gobierno reconoció en su momento, intentó ser negado retrospectivamente con la toma de la Centro de Memoria Histórica por Darío Acevedo. Es toda esta miopía, esta ceguera calculada, el cinismo correlativo, el que ha llevado al uribismo a su Estado actual. Pero ¿qué ocurre cuando adviene una crisis social y las sociedades avanzan hacia la anomia?, ¿qué pasa cuando se corroen los fundamentos sobre los que descansa tal orden y los valores, las normas, la organización social no responden a las necesidades de supervivencia de la población? En esos momentos se requiere una reconfiguración de ese orden social. No hay otra salida. Se requieren transformaciones sociales, económicas y políticas sustantivas, de fondo, para encausar la vida social y así cumplir con los objetivos de toda asociación política: perpetuar, desarrollar y potenciar la vida.
En este contexto, en Colombia se requiere tomar en serio la constitución de 1991, su origen múltiple, diverso, su inclusión y reconocimiento de las desigualdades históricas, su utopía inconclusa de materializar una igualdad solidaria y justa. Se hace necesaria una política que supere la distancia esquizofrénica, como dice el filósofo Adolfo Chaparro, entre el papel y la realidad, entre la carta y su amplio catálogo de derechos y las vidas cotidianas de las personas. Es necesario eliminar esa brecha. De ahí que ninguno de los gobiernos anteriores haya cumplido realmente con el pacto de 1991. Por otro lado, ese espíritu de la constitución, esa demanda de realizar y materializar el Estado Social de Derecho, se actualizó con el Acuerdo de La Habana, con el proceso de paz de Juan Manuel Santos. Sin embargo, y esto está en la base de la crisis, el gobierno actual de Iván Duque se ha dedicado a escamotear la implementación de ese Acuerdo. Duró un año objetando la Justicia Especial para la paz (JEP), le ha incumplido a los desmovilizados lo cual en su momento estimuló las disidencias de las FARC, no ha realizado la sustitución de cultivos para los campesinos y no sacó adelante la Reforma Rural Integral.
Para completar, el Estado fue incapaz de hacer presencia institucional en los territorios dejados por las FARC, lo cual los convirtió en campos de batalla, que genera muerte y desplazamiento forzado. Así, el gobierno Duque logró regresar el país a la guerra, al conflicto, acabando con esa tenue paz que se vivió durante el gobierno de Santos en el periodo 2012-2017. Una “paz caliente” que no llegó a convertirse en política de Estado como dice Gutiérrez Sanín en su libro ¿Un nuevo ciclo de la guerra en Colombia? (2020). El resultado: un Estado fallido que ha fracasado en varios frentes: la incapacidad de ejercer la soberanía territorial, de sacar adelante las reformas sociales y políticas necesarias para materializar el Acuerdo y la incapacidad para garantizarle una vida digna a más de 3 millones de jóvenes que ni trabajan ni estudian y están condenados al no futuro, al basurero de la historia.
Este fracaso no se entiende sin el papel nefasto que ha jugado la clase política colombiana. En Colombia, como se sabe, el bipartidismo gobernó por más de 100 años. Cuando aparecía una fuerza alternativa, esa disidencia política o era absorbida o asesinada. Siempre que los dos partidos vieron amenazados sus privilegios pactaron entre sí para excluir a las fuerzas alternativas, como mostró el sociólogo Fernando Guillén Martínez en El poder político en Colombia de 1979. El ejemplo clásico de este pactismo anti-alternativas fue el Frente Nacional donde liberales y conservadores se repartieron con paridad burocrática el poder en Colombia, excluyendo a los demás sectores. Ese Frente fue el responsable, en parte, del surgimiento de las guerrillas en Colombia: las FARC en 1964 y el ELN en 1965. También del EPL y el M-19. Pero las fuerzas políticas actuales funcionan de manera similar, con la misma lógica pactista que les permite conservar todos sus privilegios. A pesar de la ampliación democrática de 1991, los sectores de la política tradicional ahora se agrupan en carteles electorales, que se convierten fácilmente en partidos de gobierno, apoyando al ejecutivo de turno a cambio de múltiples prebendas, puestos y contratos. No hay que equivocarse: en Colombia los mismos partidos que ayudaron a elegir a Iván Duque, para evitar el ascenso de un posible gobierno de izquierda, son los mismos que ayudaron al ejecutivo uribista a tomarse el Estado de Derecho. Hoy en Colombia no hay garantías, pues la fiscalía, la procuraduría, la contraloría, la defensoría, la registraduría, está tomada por la derecha uribista. Los partidos de gobierno que hoy critican a Duque, son los mismos que le ayudaron a quebrar la institucionalidad, con excepción de la oposición política, acorralada, reducida y hoy perseguida por la procuraduría de Margarita Cabello.
Esa clase política y el gobierno Duque no apoyaron la consulta anticorrupción que recibió apoyo de 11.5 millones de colombianos en las urnas. Duque y sus amigos, le hicieron conejo a la voluntad del pueblo. Dentro de los puntos de esa reforma anticorrupción, se encontraba la reducción del salario de los congresistas, el cual hoy es 33 veces más alto que el salario mínimo nacional, que ronda los 300 dólares al mes. Por eso, para la gente es claro que parte del problema en Colombia está en el congreso, compuesto, en sus mayorías, por los mismos de siempre, pues como dice un famoso periodista colombiano: en este país la política es como un club familiar. Sí, un club que lo gobierna autoritariamente como a una finca y que concibe el país como un botín al que hay que saquear.
Ahora, la salida a la crisis consiste, a mi modesto parecer, en dos aspectos básicos: 1) el cumplimiento cabal del Acuerdo de Paz y, 2) una necesaria reingeniería constitucional para salvaguardar el Estado de Derecho y frenar una dictadura que se fragua lentamente. Esa dictadura ya hace presencia en las calles y se encarna en el asesinato de jóvenes, manifestantes y ataques a sectores étnicos, desapariciones, ataques a la prensa, lesiones oculares, todo ello realizado con sevicia y con cierta sistematicidad, producto de una doctrina militar que se enseña en el país, donde los que protestan son vistos como el “enemigo interno”. En Colombia, la protesta social pasó de ser un derecho constitucional a convertirse llanamente en vandalismo y terrorismo, tal como se valoraba en el aciago gobierno de Uribe Vélez. En la actualidad, hay una represión en Colombia que ha dejado más de 60 muertos, un número no establecido de desaparecidos, y que ha infiltrado la protesta social con técnicas paramilitares de ataque, donde, desde camionetas de alta gama, se dispara contra la inerme población; o donde la policía misma, la guardiana de un sistema corrompido, se alía con civiles armados para atacar a la población en las calles de las ciudades, tal como ha ocurrido en Cali.
Ahora, el cumplimiento del acuerdo de paz implica reformas sociales y políticas estructurales, como la Reforma Rural Integral y la Reforma Política incluyente que dé cabida a distintos sectores sociales y visiones de mundo. El modelo económico no se tocó en ese acuerdo, por eso se requieren, también, políticas que desmercantilicen la vida, por ejemplo, el derecho a la salud, al trabajo y la educación. Así mismo, se hace urgente una política económica y ambiental que supere el modelo extractivista y el envenenamiento de los campos con la fumigación con glifosato. Es todo esto lo que se disputa en el actual pulso entre el gobierno y los marchantes.
En cuanto a la reingeniería constitucional el mecanismo menos lesivo es el referendo constitucional. El referendo es un mecanismo de participación ciudadana, pero también es un instrumento para la reforma de la carta política. Puede ser presentado por el 5% del censo electoral o por el gobierno, de tal manera que puede tener un amplio apoyo popular, si bien puede demorar debido a la recolección de firmas. Luego, debe ser tramitado en el congreso donde se redactarán las preguntas que el pueblo debe contestar con un Sí o un No. Requiere dos legislaturas, y tiene control constitucional. Para el caso colombiano, es posible ( y tal vez más factible) que el movimiento social le exija, acuerde o fuerce al gobierno presentar un referendo gubernamental con el cual se busquen las reformas que la sociedad necesita, ello dependerá de la correlación de fuerzas entre las partes.
Sin entrar en detalles técnicos, se hace necesario reducir el número de congresistas, pues estos suman más de 270 en la actualidad, y le cuestan miles de millones al Estado. Esa reducción debe garantizar, de todas formas, la suficiente representatividad ideológica del país. En segundo lugar, es necesario reducir los poderes presidenciales en Colombia, pues el ejecutivo no solo es jefe de gobierno, de Estado, jefe máximo de las fuerzas militares, sino que tiene un gran poder nominativo en ministerios, superintendencias, Departamentos Administrativos, y puestos diplomáticos. Es ese poder el que le permite repartir la torta burocrática y así cooptar los partidos políticos: los puestos del Estado son la mermelada que reparte el gobierno. Es necesario, por ejemplo, que no sea el presidente el que terne al fiscal general de la nación, pues éste termina convirtiéndose en el perseguidor y acusador de la oposición política, a la vez que precluye las investigaciones contra los miembros del gobierno y sus partidos de apoyo. También es necesario limitar algunas de las facultades en materia económica del presidente, por ejemplo, la determinación del salario mínimo. Ese monto lo pueden fijar comisiones económicas técnicas cuya composición debe pensarse.
Para salvaguardar el Estado de derecho y el equilibrio de poderes, se requiere que, en la elección de los órganos de control, procuraduría y contraloría, no intervenga el congreso. Así, estos funcionarios podrán investigar libremente a senadores y representantes a la cámara, así como a miembros del ejecutivo (gobernadores y alcaldes) que violen la función pública o malversen los fondos del Estado. Por otro lado, la Defensoría del Pueblo debe ser un órgano que vele efectivamente por la protección de los derechos de los ciudadanos, de manera independiente del gobierno, y de las cifras ofrecidas por la fiscalía.
En Colombia se hace urgente una articulación de las demandas ciudadanas, de los jóvenes. Esa articulación debería desembocar en un programa claro de reivindicaciones sociales, tal vez un manifiesto juvenil por Colombia, con el cual se pueda disputar una visión programática de sociedad. No se puede seguir en la dispersión y en el desgaste ante la opinión pública, pues a eso le juega el gobierno con su apuesta por desgastar la protesta. Por otro lado, es posible que el establecimiento no esté interesado en negociar y que, como algunos analistas han puesto de presente, esté interesado en exacerbar el conflicto para obtener réditos electorales en el año 2022, y así mantener el poder. En este caso, la estrategia del gobierno consistiría en capturar discursivamente a la clase media baja, media media y media alta, junto con el empresariado, las clases privilegiadas, los terratenientes, banqueros, etc., es decir, en alinear a todos aquellos que tiene algo y tienen miedo de perderlo y ponerlos contra las clases populares. Técnica parecida usó el nazismo, según mostró Erich Fromm en El miedo a la libertad, para llevar a Hitler al poder en Alemania. Esa puede ser la estrategia uribista en la actualidad.
Estas son tan solo algunas ideas que pueden ayudar a reconfigurar un nuevo orden político en el país, sin caer en el fetichismo normativo que ha caracterizado al sistema político colombiano. Con todo, más allá de las fórmulas, solo será el pueblo vigilante, en ejercicio auténtico de su soberanía popular, el que se puede convertir en un garante efectivo de la transformación social que demanda.
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