“Adolescencia”

Felipe con 17 comprende asuntos históricamente asignados al razonamiento complejo. Frecuentemente me hace preguntas que no le sé responder. Él solo se ríe. Isabella a los 16 habla un mejor inglés que el de sus profes y entre nosotros solo se escucha el “esa muchacha va a llegar lejos”. Susana y Sofía de 13, están en el mismo grupo y ni siquiera son amigas, pero cantan juntas frente a toda la institución como si de Mercedes Sosa y Vivir Quintana se tratara. Mateo de 16, dos diagnósticos, parece imposible quitarle la sonrisa de la cara, sobre todo cuando muestra sus medallas departamentales, nacionales y panamericanas de natación. Katerin, disidente de género, contralora, y una mujer que encarna una lucha con voz propia a los 16. Sebastián de 13, que cuando se baja de la bicicleta es el mejor tutor de matemáticas para sus compañeros. Matías, su amigo, también de 13, le dicen “el profe”, porque a su edad ya da clases de baile. Es un líder impresionante. Laura, 14, conciliadora, desconfiada, y la próxima Marie Curie. Samuel, 14, ya estudió el tema antes de la siguiente clase. Lo hace justo después de entrenar calistenia. El otro Samuel, 15, campeón nacional de ajedrez. Me derrotó en 10 movimientos. Yo también fui campeón a su edad. Valeria, 13, novia del primer Samuel, supo que me gustan las ballenas y me pintó una obra que hoy está en mi escritorio, y que protagoniza mis conversaciones como uno de mis más grandes tesoros.

Parece que los cambios siguen llenos de juicios, como el de que el aprendizaje duele, o debería. Parece que la transformación no hace parte del disfrute, y no aporta al crecimiento sin una cuota de dolor. Parece que la edad es una discapacidad.
Siempre me he preguntado sobre qué les duele mis estudiantes, porque parece que a su edad adolecen. O si se trata de un asunto de enseñanza, de mi labor, que implica un esfuerzo tan doloroso que les desdibuja la sonrisa; pero lo cierto es que los veo sonreír todo el día, y que me cuentan sus hazañas y logros fuera de las aulas que, por más simples que algunos parezcan, los llenan de emoción y felicidad al verse a sí mismos crecer. Casi tanto como me emociona a mí.

No son adolescentes, porque si del dolor se trata, ¿entonces a qué edad no se experimenta dolor?
No son adolescentes, porque si de la edad se trata, ¿entonces a qué edad no se adolece?
No son adolescentes, porque si del aprendizaje se trata, ¿entonces cuando dejaste de aprender?
Parece, y solo parece, que se puede transitar por el camino de la adolescencia sin adolecer.

Este no es solo un asunto de lenguaje, ni un reclamo de un profe del sector público; este es un discurso político, una narrativa pública de incapacidad, porque el dolor incapacita. Es estigmatizante y desconocedora de lo reflexivos, críticos, complejos y capaces que somos cuando se nos lo permite, y en la edad en la que se nos permite.

Potenciar las mentes de quién no adolece su existencia individual crea vínculos de correlación entre nosotros, y por esto es necesario atender a la forma de enunciar. La libertad de expresión no se limita al lenguaje verbal y no verbal, sino que se extiende a la libertad de sentir sin adolecer, incluso si lo que se siente es dolor.

Esteban Gómez Londoño

PhD (c) Ciudad, territorio y planificación sostenible. Docente universitario, asesor de organismos internacionales e investigador en los ODS 4, 7, 11 y 13. Formulador y evaluador de proyectos.

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