“Y es que, en un mundo hecho a la medida de los varones, la realidad vital y material de las mujeres, la que marca nuestra diferencia sexual, ha sido completamente invisibilizada como si no fuéramos la mitad de la humanidad.”
Desde la más tierna infancia y con un gran énfasis en la adolescencia a las mujeres se nos enseña a odiar nuestro cuerpo, y yéndonos lejos de los estándares estéticos, hay un punto esencial y es el odio a nuestra naturaleza y corporalidad. Se nos enseña a aborrecer con fuerza nuestro ciclo menstrual.
La sociedad, la cultura y en muchas ocasiones hasta la familia nos lleva a rechazar haciendo un tabú constante de nuestra más clara y constante realidad material. En muchas ocasiones se señala como un hecho misterioso, del que solo se puede hablar en la profunda intimidad. En la mayoría de comerciales de televisión sobre toallas higiénicas la sangre roja es reemplazada con un líquido azul porque ¡cómo podíamos llegar a ser tan escandalosos!
Las mujeres en la adolescencia y adultez acostumbramos a inventar un sinfín de eufemismos para llamar a los trágicos días del sangrado, o simplemente tratando de ocultar el malestar y dolor generado por el síndrome premenstrual y ni hablar de intentar soportar los comentarios de algunos varones tratando de invalidar nuestra forma de expresarnos con la típica pregunta “¿estás en tus días?”.
De alguna forma, nuestra naturaleza cíclica se comenzó a ver como un castigo, quizá divino, quizá del azar, y lamentablemente en muchas ocasiones y lo confieso, creímos que tal vez era verdad. ¿Cuántas de nosotras llegamos a desear no menstruar nunca más? ¿a cuántas mujeres no les da pánico llegar a la menopausia? ¿cuántas niñas no están aterradas-o estuvimos- con la idea de la primera menstruación?
Y es que, en un mundo hecho a la medida de los varones, la realidad vital y material de las mujeres, la que marca nuestra diferencia sexual, ha sido completamente invisibilizada como si no fuéramos la mitad de la humanidad. Como si nuestra experiencia vital no estuviera marcada por los ciclos, como si esto no se relacionara con nosotras día a día.
Se nos ha pedido, bajo mantos de un terrible desorden simbólico que nos igualemos con los hombres, siempre y cuando sea a la medida de ellos, de sus realidades, de sus tiempos y materialidades. Y hasta cierto punto se ha accedido a hacerlo y esa exigencia, imposible de cumplir por nuestra diferencia sexual, nos lleva a aborrecernos y aborrecer nuestra naturaleza.
Claro que es innegable que hay muchos factores que pueden hacer que ciertos momentos de nuestro ciclo sean más dolorosos e incómodos; sin embargo, en su gran mayoría se relacionan con enfermedades que, al solo afectarnos a las mujeres, poco se estudian o avanzan con lentitud en el mundo científico.
Se han planteado barreras infinitas que nos separan a nosotras con el mundo, y para acabarlas primero hay que relacionarnos con nuestro cuerpo, con nuestra realidad, nuestra diferencia. No solo hablo de amarnos, sino de entendernos, de dejar de odiarnos por lo que somos. La libertad inicia desde el reconocimiento propio y de la otra, lo que incluye nuestras corporalidad y naturaleza.
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