“Que se larguen estamos artos y cada día llegan más”
“Imagen de un hp vago que cree que con esa gorra va a dar lastima, trabaje”
“No es q sea inhumano , pero a esa gente no les gusta trabajar, son perezosos , hacen las cosas a media , pónganse a trabajar en vez de pedir”
“Acá en mí MEDELLIN no los quiero. Se me acabó la lástima para dar limosna. Aquí nos toca trabajar a todos y no estoy con carteles y confites invadiendo las calles, sin dejar la gente tranquila. Es un fastidio andar ahora por cualquier parte.”
“A TRABAJARSE la plata y la comida. Aquí todos los días sale gente a trabajar para buscar lo mismo y NO ES JUSTO que tengamos que alimentar a esas estatuas humanas que además de eso se vienen con una chorrera de muchachos (…) PRIMERO para salir del país tienen que aprender a hablar, no seguir hablando como unos malandros porque así nadie los contrata en nada y segundo aprender lo que es la educación porque en esta ciudad se los lleva la verga. Esto no es el barrio donde vivían en Vzla, ademas mantenidos, trabajen nojoda!!!”
Estos son algunos comentarios de una publicación realizada por El Colombiano en la que se muestran fotografías de venezolanos mostrando sus cartones en las calles. Rechazo, antipatía, odio, crueldad. Nuestra ciudad amanece cada día enferma de indiferencia, habitada por una sociedad de individuos atomizados y ajenos entre sí.
La crisis migratoria lo ha evidenciado aún más. Es xenofobia, porque no soportamos la diferencia cultural: nos sentimos superiores, los vemos inútiles y deshumanizados, y hasta su forma de hablar y expresarse nos resulta despreciable. Pero sobre todo, es aporofobia, el “miedo al pobre” que la filósofa Adela Cortina conceptualizó recientemente. No hay nada de malo en ver los extranjeros, casi siempre europeos, llenando las calles de El Poblado cada fin de semana: aumentan las ventas, se ven y huelen bien, mejoran la economía. El problema está en ver venezolanos viviendo en esta ciudad que no les pertenece, dañándonos la vista con sus necesidades y creyendo que tienen derecho a subsistir “sin trabajar”.
Esta es la lógica del sálvese quien pueda. Nuestro sistema económico, diseñado para producir y aumentar utilidades a toda costa, nos convence de la posibilidad de alcanzar el éxito y la riqueza mediante el trabajo duro y el sacrificio, como si se tratara de una cuestión de honor y dignidad. De ahí que, los venezolanos que no trabajan y piden gratis lo que debe ser producto del trabajo (¿o de la explotación?), solo puedan ser calificados de indignos e infames. A nuestros ojos, su situación se debe a su ineptitud.
No hay problemáticas estructurales como la desigualdad, la falta de oportunidades o los gremios económicos que se lucran de los trabajadores promedio (e incluso de los venezolanos, a quienes contratan por menos de un salario mínimo y sin prestaciones sociales). Solo existen responsabilidades individuales y una competencia feroz de la que pocos salen beneficiados. Los derechos humanos se negocian y se pierden.