En su célebre ensayo “Resistence to Civil Government”, traducido al español como “La desobediencia civil”, Henry D. Thoureau expresa que “todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su lealtad y oponerse al gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables”. Y no fue solo un postulado teórico, el autor fue capaz de ponerlo en práctica en 1846 cuando fue puesto preso al negarse a pagar sus impuestos argumentando que no podía contribuir a un Estado capaz de mantener la esclavitud y emprender guerras sin ninguna justificación.
Esta crítica a la autoridad estatal fue enarbolada por gran parte de los movimientos sociales del siglo XIX y XX, entre cuyos máximos representantes podemos encontrar figuras de la talla de Mahatma Gandhi, Monseñor Óscar Romero, Martin Luther King, Marsha P. Johnson y Nelson Mandela. Todos ellos promovieron la desobediencia civil frente a leyes y programas gubernamentales injustos, lograron que sus reclamos fueran escuchados por medio de manifestaciones multitudinarias y pacíficas que pasaron a la historia al posibilitar una reflexión de la sociedad y una mayor conciencia de los ciudadanos sobre los temas de interés común.
No en vano la mayoría de los países del mundo reconocen en sus constituciones los derechos a la libertad de conciencia, de expresión, de asociación y de participación política como un antídoto para evitar la instalación de un tirano y la destrucción del Estado de derecho. De esta forma se nos garantiza a los ciudadanos el ejercicio libre de estos derechos cuando lo consideremos necesario. Por ello no hay que no habría que temer al momento de agruparnos para protestar contra una ley que nos parece injusta, transgrede los principios éticos comunes o cuando sencillamente buscamos participar activamente en los asuntos públicos, poniendo de presente nuestras inquietudes, reparos y propuestas.
Entre el asombro y la esperanza el año pasado pudimos presenciar como en todo el mundo florecían espontáneamente protestas impulsadas por la sociedad civil, cientos de miles de personas salieron a las calles de Francia, Colombia, Egipto, Hong Kong, Ecuador, Rusia, Venezuela y Chile para exigir a sus respectivos gobiernos que garanticen, como es su deber, condiciones de vida digna para toda la población; el acceso a una educación pública, gratuita y de calidad; la defensa de la vida de los activistas y líderes sociales; la gestión adecuada de los dineros públicos y la erradicación de la corrupción; la protección de los derechos políticos; el cese del abuso de autoridad y de la represión por parte de las fuerzas de seguridad; acciones concretas para salvaguardar el medio ambiente y la posibilidad de participar libremente de elecciones democráticas.
Nuestro país inició el año con manifestaciones que se detuvieron con la llegada de la pandemia y se reactivaron tan pronto las restricciones a la movilidad se fueron flexibilizando. Es que, lastimosamente, Colombia cuenta con un gobierno acéfalo que hace de su voluntad la ley y desacata deliberadamente las órdenes judiciales emitidas por las cortes. Un gobierno que es experto en incumplir los acuerdos que pacta con los diversos sectores sociales, negacionista del doloroso incremento de las muertes violentas y las masacres, empeñado en hacer trizas los acuerdos de paz con las FARC. Un gobierno sumamente clasista, que en medio de una crisis sanitaria prefiere girar recursos a las grandes empresas, abandonando a las micro, pequeñas y medianas. Un gobierno que constantemente mira el retrovisor y no es capaz de enfrentar las causas estructurales de la violencia y la miseria que viven tantos colombianos. Un gobierno completamente desconectado de la realidad nacional y que solo sabe responder con violencia no les deja otra alternativa a sus ciudadanos que levantarse, alzar la voz y resistirle por todos los medios que le sean posibles.
Ahora más que nunca resulta imperativo salir a defender nuestros derechos y nuestra democracia, oponiendo a la estigmatización de la protesta la legitimidad de nuestros reclamos. Es momento para enfrentar la arbitrariedad y la brutalidad de la violencia con la fuerza inigualable de la razón y de los argumentos. Ya lo decía Thoureau: “No hay motivos legítimos para obedecer a un gobierno injusto, pues la conciencia nos ordena primero ser hombres, individuos, conciencias libres y responsables, y sólo después, súbditos.” El llamado es claro: ¡A las calles!
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