“Tras la victoria, la gente esperó que llegara la alegría, tal como prometió la campaña. Sin embargo, con Pinochet presente, lo que perseveró fueron las sonrisas de una dicha insatisfecha, la justicia que no llegaba, las heridas que no cerraban. Por años, nunca se enseñó en ningún colegio la historia más allá de 1969 y hablar de política estaba vetado.”
Acongoja mirar hacia mi tierra y ver que a 50 años del golpe, lo único que queda claro es que la derecha chilena volvería a repetir la historia. Porque mientras el presidente Gabriel Boric convoca a todos los sectores políticos a firmar un compromiso para defender la democracia siempre, quienes apoyaron el golpe desisten de sumarse, por mezquindades, por nimiedades.
Se esconden en su soberbia tras la idea de que no habría Pinochet sin Allende, en un ardid tan doloroso y sórdido que solo equivale a hacer a los judíos responsables del holocausto.
Desde el Partido Socialista, Salvador Allende ayudó a construir un frente amplio para seguir la vía chilena al socialismo, con sabor a empanada y vino tinto. Gracias a esto, se convirtió en el primer presidente socialista electo democráticamente en el mundo, lo cual posó sobre sí una significación que trasciende el tiempo y las fronteras, al encausar la esperanza revolucionaria a través del voto para consagrar un proyecto transformador, sin poner la vida de por medio.
Y se posesionó a pesar de los intentos para impedirlo. Intentos que luego se convirtieron en grupos y gremios organizados, luego en resistencias empresariales y en alianzas internacionales contra el gobierno, como aquella con Estados Unidos, país que puso millones, formación y logística, todo en medio de bloqueos económicos, escasez y nefastos titulares que alentaron la polarización que llevó a un grupo de civiles y militares a planear y ejecutar el golpe de Estado.
Aviones bombardean La Moneda. Niebla dura. Allende murió.
Para la historia, no habría sido lo mismo que hubiera muerto abatido en combate que si hubiese cometido un suicidio tras el atentado militar a La Moneda. La primera versión habría animado a las izquierdas, mientras que la segunda, la oficial, dejó una sensación de desolación que desbarató cualquier retaliación.
Tras esto, en 17 años de noche y ceguera, los militares ejecutaron y desaparecieron a 3.200 personas, torturaron a otras 28.000 y forzaron el exilio de al menos 200.000. La dictadura dejó parrillas eléctricas, casas de tortura y cicatrices; Miedo y dolor.
Luego siguieron las tres etapas de Selowsky para instaurar el modelo neoliberal y su posterior expansión a otros países. Los salarios se depreciaron y dejaron de satisfacer; el crédito y la deuda surgieron como alternativa para llegar a fin de mes. Privatizaron cuanto pudieron y redujeron los derechos a una mera garantía de acceso a estos, todo en aras de un milagro económico que no fue.
Antes del plebiscito del 88, los autores del modelo dejaron todo amarrado, cosa que, como dijera Jaime Guzmán, el ideólogo de la constitución del 80, si llegaran a gobernar sus adversarios, se vieran constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que ellos habrían ejecutado.
A pesar de los horrores, de los 7,25 millones que votaron, el 44,01% votó por seguir en dictadura. Afortunadamente el otro 55,99% votó por el No y volvió la democracia.
Tras la victoria, la gente esperó que llegara la alegría, tal como prometió la campaña. Sin embargo, con Pinochet presente, lo que perseveró fueron las sonrisas de una dicha insatisfecha, la justicia que no llegaba, las heridas que no cerraban. Por años, nunca se enseñó en ningún colegio la historia más allá de 1969 y hablar de política estaba vetado. Recuerdo haber pedido permiso alguna vez para referirme despectivamente al dictador cuando pequeño. En la tele nos mostraban las maravillas de la modernidad a las que permitían acceder las tarjetas de crédito, vacaciones en Miami, la frivolidad del espectáculo, el crecimiento económico y los ceños fruncidos de las víctimas exigiendo verdad, justicia y reparación.
Pero por más que trataron de borrar la memoria, el silencio habló por quienes intentaron meter la historia en una fosa común. Porque como dijo Gabriel García Márquez hace más de 60 años, quienes vivieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta de que la novela no quedaba atrás sino que la llevaban dentro de ellos mismos.
Entre vinos, peñas y protestas, el país recuperó la memoria y comenzó a sacudirse el silencio; la sociedad chilena se acordó de sí misma y recientemente empujó un cambio que aún no ha sido resuelto. Y mientras lo viejo no muere y lo nuevo no nace, la sombra del autoritarismo vuelve a cernerse sobre el país que habita allá al sur al borde de la cordillera.
Porque tras el estallido, la pandemia y el proceso constituyente ha reinado la polarización y la manipulación de la opinión pública, fracturando la frágil recomposición del tejido social roto en dictadura, solo para cosechar réditos electorales.
Por esto es necesario tener memoria. Porque mientras quienes tienen los bolsillos llenos le dicen a quienes tienen hambre y el corazón dolido que dejen el pasado atrás, hoy tristemente se repiten acciones polarizantes que ponen otra vez la democracia en vilo. Por el contrario, a 50 años del golpe de Estado, es necesario abrazar la memoria para construir un mejor porvenir, no solo en Chile sino en el mundo. Debemos cuidar la democracia, tenemos que acordarnos del futuro.
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