Un balance necesario


Diciembre suele imponernos la tentación del balance. Hacemos listas de logros y fracasos, de cifras que suben y bajan, de promesas cumplidas y de otras que se quedaron, una vez más, siendo buenas intenciones.

2025 nos deja un país que sigue debatiéndose entre la esperanza y el cansancio. Un país donde la palabra “cambio” convive con la persistencia de viejas violencias, donde la promesa de la paz tropieza con realidades territoriales que no siempre caben en los informes oficiales. Seguimos estando mal acostumbrados a los titulares sobre masacres, reclutamiento forzado, pobreza y exclusión, como si el dolor pudiera volverse paisaje. Y cuando eso ocurre, el riesgo no es solo la repetición de la violencia, sino la normalización de la indiferencia.

Este año volvió a recordarnos que los más afectados casi siempre son los mismos: niños, niñas y jóvenes que heredan conflictos que no provocaron; comunidades que resisten desde el abandono; maestros y liderazgos sociales que sostienen la dignidad con recursos mínimos. Hablar de crecimiento, innovación o desarrollo sin mirar estas realidades es construir futuro sobre cimientos frágiles. No hay proyecto de país posible si no se pone la vida, todas las vidas, en el centro.

El cierre de año también debería invitarnos a preguntarnos por nuestra responsabilidad individual y colectiva. ¿Qué tanto participamos en la reproducción de las violencias? ¿Nuestras palabras y acciones contribuyen a la polarización? ¿En qué momento decidimos que “nada va a cambiar” y renunciamos, sin decirlo, a transformar lo que sí está a nuestro alcance? La democracia no se agota en las urnas ni la paz se reduce a un acuerdo: ambas se construyen, o se erosionan, en lo cotidiano.

Sin embargo, sería injusto cerrar 2025 sin reconocer las semillas que siguen brotando. Jóvenes organizándose en sus territorios, procesos comunitarios que apuestan por la memoria, la educación y el cuidado, iniciativas que, lejos de los reflectores, sostienen la esperanza con terquedad. Allí donde el Estado llega tarde o no llega, la sociedad sigue ensayando respuestas, recordándonos que el país no es solo lo que duele, sino también lo que resiste.

Mirar hacia 2026 exige algo más que buenos deseos. Exige coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos; exige entender que la paz, la educación y la dignidad no son concesiones, sino derechos; exige incomodarnos frente a la desigualdad y dejar de tratarla como una fatalidad histórica; exige una ciudadanía activa que cuide y viva la democracia en el día a día. El nuevo año no será distinto por el simple cambio del calendario, será distinto si decidimos asumir la responsabilidad de no mirar hacia otro lado y hacernos cargo.

Cerrar el año no es pasar la página. Es leerla completa, incluso las partes que duelen, para escribir con más conciencia la que sigue.

Daniel Bedoya Salazar

Estudiante de Filosofía UdeA
Ciudadano, creyendo en la utopía.

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