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Rousseau escribió en El Emilio que la educación no es un proceso para fabricar piezas útiles; es un arte para formar seres humanos. Educar, para él, era acompañar a una persona en su crecimiento, permitir que explore el mundo con curiosidad, que se deje mover por la pregunta antes que por la exigencia de resultados, para no apagar la llama que la impulsa a descubrir.
Para Kant el ser humano es un fin en sí mismo, nunca un medio. Y si eso es verdad, entonces la educación no puede reducirse a entrenar habilidades que sirvan a los dictados económicos del momento. Debe cultivar la autonomía moral, esa capacidad de pensar, decidir y actuar desde la propia conciencia. Pero nada de eso es posible sin pasión, sin ese impulso que hace que una persona se sienta interpelada por el mundo, capaz de transformarlo y también transformarse.
Hoy el alcance de la educación se ha ido estrechando hasta convertirla en una especie de manual de competencias “útiles”, donde el valor de un estudiante se mide por su empleabilidad y no por la intensidad de su curiosidad. Martha Nussbaum lleva años alertando sobre este riesgo: cuando la educación se subordina al mercado, perdemos las capacidades humanas que permiten imaginar, empatizar, pensar críticamente y participar en la vida democrática. Sin curiosidad no hay pensamiento vivo.
Esa crisis global tiene una expresión local que duele, la situación actual de la Universidad de Antioquia. No hace falta repetir cifras; basta con escuchar la angustia de estudiantes y profesores que ven cómo una institución tan importante está siendo empujada hacia el abismo. Y todo bajo una lógica que valora la eficiencia y el rendimiento por encima del sentido y la misión pública.
Estudiar no puede convertirse en un acto para “satisfacer el mercado”, es un acto para abrir mundos, no para reducir horizontes. Pero estamos en un tiempo donde la pregunta por el salario parece más importante que la pregunta por el sentido; donde la ansiedad por “ser útil” atropella la posibilidad de ser, simplemente, humanos en búsqueda.
La UdeA ha sido un refugio para la curiosidad y la pasión de generaciones enteras. Un lugar donde personas sin privilegios encontraron la posibilidad de hacerse preguntas, descubrir talentos y formarse en el encuentro y la conversación. Defender la universidad pública no es romanticismo, es reconocer que, sin esos espacios, la sociedad pierde su capacidad de pensar y de sentir, de crear y de disentir.
Lo que está en juego en esta crisis no es solo un presupuesto ni un conjunto de decisiones administrativas. Lo que está en riesgo es la idea misma de la educación como proyecto de dignificación humana, la posibilidad de que alguien, sin importar su origen, pueda acercarse al conocimiento movido por la pasión, guiado por la curiosidad, sostenido por la esperanza de que aprender lo hace mejor y más libre.
Un país y una sociedad que abandonan su universidad pública no solo apagan una llama: renuncian a su futuro. Porque, sin preguntas, sin asombro y sin esa pasión que nos mueve a aprender, dejan de avanzar y empiezan, lentamente, a volverse incapaces de transformar su propia realidad.


















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