La muerte del senador Miguel Uribe Turbay dos meses después del atentado que sufrió en Bogotá nos enfrenta a una de las heridas más hondas de nuestra historia, la violencia como método para disputar el poder. Este no fue un hecho aislado, es una práctica que ha acompañado a Colombia durante décadas y que, pese a acuerdos de paz y promesas de cambio, sigue cobrándose vidas.
Entre 1958 y 2016 el conflicto armado dejó más de 450.000 personas asesinadas, de las cuales el 80% era población civil no combatiente. Así lo documentó la Comisión de la Verdad, que también señaló que los asesinatos selectivos fueron la segunda modalidad de violencia más utilizada durante la guerra. Entre las víctimas se cuentan líderes políticos, defensores de derechos humanos, sindicalistas y dirigentes comunitarios. El asesinato como estrategia busca eliminar adversarios, debilitar la confianza de las comunidades y sembrar el miedo como lenguaje político.
Hoy las cifras muestran que no hemos superado esa lógica. Según la Fiscalía General de la Nación, entre enero de 2016 y diciembre de 2024 fueron asesinados 1.372 líderes sociales en Colombia, lo que nos mantiene como uno de los países más peligrosos del mundo para la defensa de los derechos humanos y medioambientales. Solo en los primeros cuatro meses de este año, la Misión de Observación Electoral reportó 128 hechos violentos contra líderes políticos, sociales y comunales, incluidos 34 homicidios y 20 atentados. La violencia no discrimina banderas ni ideas políticas.
En medio de este panorama, las palabras de Gonzalo Arango siguen retumbando: “¿No habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?”. Más de medio siglo después, seguimos sin encontrar esa respuesta.
La muerte de Miguel Uribe no solo truncó su vida y la de su familia. También es un intento por mutilar la conversación democrática, intimidar a quienes ejercen liderazgo y recordarnos que disentir desde cualquier orilla política sigue siendo muy riesgoso. Esta herencia de violencia política erosiona el tejido social, empobrece el debate y nos condena a elegir entre el silencio o la supervivencia.
El reto, como señaló la Comisión de la Verdad, es romper con el pacto no escrito que ha naturalizado la eliminación del adversario. Blindar la vida de quienes participan de procesos políticos y sociales es un requisito para que la democracia sea posible. No basta con rechazar cada asesinato como un hecho lamentable, es urgente desmontar las lógicas que lo sostienen y que se perpetúan por la impunidad, las economías ilegales, la corrupción y los discursos que justifican la muerte como solución.
Colombia necesita reconocer que la violencia no es, ni será jamás, la respuesta. Solo cuando logremos que ninguna causa política requiera una tumba para afirmarse, podremos decir que somos un país donde todos, sin excepción, somos dignos de vivir. Porque la vida es sagrada.
Mis condolencias a la familia, amigos y colegas del senador Miguel Uribe Turbay. Que su partida nos inspire a unirnos en la búsqueda de la reconciliación y la paz que tanto anhelamos para nuestro país.
Comentar