La fábrica de sueños ya no produce magia

Hubo un tiempo en que cada historia que salía de Disney se convertía en un gran clásico del cine. Hoy, muchas de sus películas se estrenan entre polémicas ideológicas, frialdad del público y cifras que no cuadran. ¿Por qué una de las compañías cinematográficas más poderosas del mundo insiste en un modelo de contenido que ya no resulta rentable?

Tal vez porque no se trata solo de dinero.

Cualquier empresa puede cometer errores estratégicos que pueden impactar en el desempeño financiero del año. Que una empresa como Disney se equivoque en su estrategia no sería raro. Si lo es, que se empecine en repetirla.

En los últimos años, la compañía ha insistido en un modelo de contenidos que —según sus propios números— no está generando los beneficios esperados. La crítica no se dirige a la inclusión o la diversidad en sí mismas, sino al hecho de que muchos de sus proyectos recientes parecen pensados más para complacer una agenda ideológica o favorecer alguna corrección política rígida que para emocionar, conectar o convencer. ¿Por qué entonces se aferran a ese camino?

Entre 2015 y 2019, Disney vivió una etapa de bonanza: los ingresos crecieron de 55 a casi 70 mil millones de dólares, y la utilidad neta alcanzó su punto máximo en 2018, con 12.6 mil millones. Luego vino el giro. Desde 2020, Disney ha intentado proyectar una recuperación, pero sus números aún no cuentan la misma historia. En 2023, la compañía reportó ingresos por 88.9 mil millones, pero una utilidad neta de apenas 2.35 mil millones. En 2024 subió a 4.97 mil millones, y el cierre proyectado de 2025 alcanzará los 10.68 mil millones solo gracias a ajustes estratégicos extraordinarios, no a la rentabilidad sostenida del contenido. Si los ingresos crecen, pero los beneficios no lo hacen en proporción, algo no está funcionando.

A pesar de los fracasos de taquilla —The Marvels, Lightyear, Strange World, Wish— y del bajo impacto de producciones como She-Hulk o Echo, la línea editorial no ha cambiado. Las historias parecen cada vez más subordinadas a mensajes de corrección política, a representaciones forzadas o a modelos familiares que no surgen del relato, sino del mandato. Muchos espectadores no rechazan la diversidad en sí, sino la sensación de que se les entrega un sermón en lugar de una historia. Y aun así, Disney persiste. Es como si las decisiones narrativas ya no respondieran al espectador, sino a otros intereses que, muy probablemente, no pisan las salas de cine.

Esa tensión ha llegado a su punto más visible con el live-action de Blanca Nieves, previsto para estrenarse en 2025. No sólo por el cambio étnico en la protagonista, sino por la eliminación del “príncipe” y la transformación de los siete enanos en un grupo de personajes con diversidad étnica, de género y de estatura, reinterpretando uno de los íconos más clásicos del estudio. Aquí la crítica no viene solo de sectores conservadores, sino de audiencias que sienten que se está forzando una relectura sobre una obra que funcionaba por sí misma. La discusión ya no es sobre inclusión, sino sobre reescritura forzada del canon.
Porque una cosa es crear nuevos personajes con identidades progresistas, explorar nuevas tramas, expandir el universo narrativo. Y otra muy distinta es modificar figuras ya consolidadas en el imaginario colectivo. Cambiar a Ariel, a Blanca Nieves, a Peter Pan o a Tinkerbell no genera automáticamente mayor representación: muchas veces, lo que genera es una reacción defensiva. No por prejuicio, sino porque el público percibe que lo que amaba ha sido tomado por un discurso que no le pidió permiso. No es resistencia al cambio; es resistencia a la manipulación simbólica.

Aquí es donde entra una hipótesis que vale la pena explorar: Disney no está simplemente equivocándose. Está cumpliendo un papel estructural. Desde sus orígenes, ha sido una herramienta de narrativa ideológica adaptada a los tiempos. En los años 30, con Blanca Nieves, comenzó a consolidar un modelo de princesa obediente y abnegada, cuyo destino feliz pasaba por el matrimonio. El amor romántico, la familia nuclear, la domesticidad femenina y la estabilidad hogareña eran más que una fórmula narrativa: eran el imaginario necesario para un modelo económico que dependía de familias tradicionales, tasas altas de natalidad y división sexual del trabajo. La fábrica necesitaba obreros, y para eso, madres en casa. Disney ofrecía el sueño perfecto.

El capitalismo de hoy, en cambio, ya no necesita tantas familias numerosas. La automatización, la terciarización y la digitalización han cambiado la lógica demográfica del sistema. La sobrepoblación, más que una ventaja, empieza a percibirse como un riesgo ecológico, fiscal y laboral. En este nuevo marco, el relato también cambia. Las princesas ya no se casan. Los héroes no tienen sexo. Las familias son elegidas, líquidas, a veces ausentes. La identidad es fluida, el conflicto es interno, el mensaje es claro: ya no hay que reproducirse, hay que autorrealizarse. Las historias “woke” no son una moda, son la estética de una reorganización cultural que acompaña los intereses del capital contemporáneo. Lo que antes fue la ideología de la estabilidad, hoy es la ideología de la flexibilidad.

Pero el público no siempre acompaña. Hay una creciente fatiga frente a productos que priorizan el mensaje sobre el relato. No es que se rechacen los temas, sino el tratamiento. Mientras tanto, películas como Coco, Encanto o incluso Frozen —donde hay diversidad sin sermón, conflicto sin panfleto— siguen conectando con audiencias globales. Tal vez porque no intentan enseñar, sino simplemente contar una buena historia.

¿Por qué entonces se mantiene esta línea editorial? Parte de la respuesta está en la lógica financiera. Disney no produce únicamente para ganar dinero en taquilla. Produce también para garantizar reputación, estabilidad de inversión y cumplimiento de estándares internacionales. Sus principales accionistas —como BlackRock y Vanguard— promueven políticas ESG (ambientales, sociales y de gobernanza), donde la representación, la diversidad y la responsabilidad social forman parte del portafolio estratégico. En 2025, Disney eliminó referencias públicas a algunos programas de diversidad, pero también rechazó —por amplia mayoría de sus accionistas— la idea de abandonar la línea ESG. Lo que se ajusta es la comunicación, no el fondo.

Este modelo de empresa cultural corporativa no responde a la taquilla inmediata, sino a una lógica más sofisticada: produce contenidos que garantizan la sintonía con sus financiadores, con las universidades, con los foros internacionales, con el nuevo sentido común global. No es casual que las mismas historias que fracasan en cines reciban premios, artículos elogiosos, becas de desarrollo o convenios institucionales. Lo que se disputa no es solo el mercado, sino la hegemonía cultural.

Disney ya había hecho esto antes. Lo hizo cuando diseñó la fantasía del hogar suburbano en los años 50. Lo hizo cuando construyó parques temáticos que replicaban ciudades sin pobres, ni conflicto, ni diferencia. Y lo hace hoy, cuando promueve una idea de mundo en la que la diferencia no se problematiza, sino que se celebra sin matices. La pregunta es si esa nueva virtud, convertida en protocolo de producción, puede seguir emocionando a quienes no quieren que el arte los eduque, sino que los conmueva.

No se trata de volver al pasado. Nadie quiere un cine excluyente, ni una narrativa que invisibilice. Pero sí se puede pedir que los relatos recuperen el alma. Que vuelvan a emocionar sin imponer o adoctrinar. Porque las buenas historias no necesitan justificarse: sólo necesitan sentirse vivas.

Raúl Barutch Pimienta Gallardo

Soy economista y docente universitario con un doctorado en Ciencias Económicas por la Universidad Autónoma de Baja California. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores en México. He trabajado sobre temas como economía de la educación, eficiencia del gasto público, capital humano y crecimiento económico. Cuento con una sólida trayectoria académica y profesional en Tijuana y he participado como autor de diversas publicaciones en revistas especializadas, colaborando en proyectos de investigación enfocados en el desarrollo económico y social.

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