“Porque si la cobardía es el precio de la tranquilidad, prefiero la tempestad con dignidad.”
Hoy escribo entre la incertidumbre y la rabia, con la cabeza caliente y el dolor fresco, sin saber que pasará en las próximas horas, o si esta columna estará actualizada para el momento en la que sea publicada, por lo que me excuso de antemano si no lo está.
Le dispararon seis veces. Seis. A quemarropa, sin remordimiento; por la espalda, con cobardía. A un hombre desarmado, a un servidor público, a quien fue víctima desde muy temprana edad, a un colombiano que decidió amar a su país a pesar del país. Y el que disparó —porque hay que decirlo con todas las letras— fue un niño. Entre catorce y quince años. Un niño que seguramente aún no termina el colegio pero ya aprendió a matar. Colombia ha parido asesinos. No revolucionarios, no víctimas, no “actores sociales”: asesinos. Miguel Uribe representa todo lo que este país necesita pero no valora: la firmeza sin gritos, el carácter sin odios, el pensamiento sin violencia. Me duelen sus heridas como si fueran propias, porque en ellas está también la herida abierta de un país que se está devorando a sí mismo. Aquí defender las ideas es una sentencia. Amar a Colombia es una condena.
En Colombia, hasta las palabras pueden costar la vida. Basta con decir lo que otros no quieren oír, basta con defender lo que aún vale la pena, basta con nombrar el horror por su nombre. Aquí, escribir puede ser un acto de coraje o una firma invisible en la espalda. Pero hay silencios que matan más que las balas, y cobardías que condenan más que cualquier sentencia. Yo no seré el cobarde que se calle por miedo. Que lo sepan todos: por defender mi patria, solo la muerte podrá callarme. Aunque incomode. Aunque duela. Aunque moleste. Porque lo que pasó con Miguel Uribe no es un hecho aislado, es el resultado directo de un país que lleva años cultivando el odio y ahora empieza a cosechar cadáveres.
Y sí, MISERABLES. Ustedes, los que gobiernan con veneno. Ustedes, los que azuzan la violencia desde los micrófonos del poder. Ustedes, los que convirtieron a Gustavo Petro en un mesías de la destrucción, en el profeta del resentimiento. Ustedes, que en lugar de gobernar, incendiaron. Un Gobierno que ha jugado a dividirnos hasta que la división se hizo sangre. Que transformaron a los contradictores en enemigos, y a los enemigos en blancos. Petro, usted es responsable políticamente por lo que sucede en nuestro país. No solo porque no garantizó la seguridad de los candidatos, sino porque hizo de la política un campo de guerra, y de la retórica una pólvora que cualquier niño puede encender. Desde la Casa de Nariño, Gustavo Petro ha hecho de la palabra un arma, de la división un proyecto de gobierno, del resentimiento una política pública. No se gobierna con ideas sino con rabia. No se lidera, se incendia. Y cuando se juega a la revolución, el precio es la sangre. Usted que alguna vez empuñó un fusil, ahora entrega balas con discursos. ¿No le basta ver la sangre en el pavimento?
Y más allá de los responsables políticos, también debemos hablarle de frente a Colombia. A esa Colombia que mira hacia otro lado. Que banaliza el crimen. Que se indigna por un rato y luego se acostumbra. Que justifica todo si le conviene. Los periodistas que suavizan. Los que creen que es más grave un trino incendiario que una bala homicida. Los que se retuercen con palabras pero no con cuerpos rotos. Los progres de salón que nos miran desde sus torres de moral importada mientras el país se nos cae a tiros. Hoy Colombia no puede decir que está sorprendida. Hace rato venimos sembrando este horror. Una Nación que, por acción u omisión, ha formado generaciones de jóvenes para la muerte. Les hemos enseñado a disparar antes que a pensar, a odiar antes que a amar la patria, a buscar el poder no para servir, sino para vengarse. Colombia también es culpable. Este país que se ha acostumbrado al crimen como paisaje. ¿Hasta cuándo, maldita sea?
Si las palabras no son capaces de estremecernos ahora, si los hechos no nos sacuden del letargo, entonces Colombia ya perdió. Yo no quiero esa derrota. No quiero una democracia de rodillas ni una paz comprada con silencio. Hoy no es momento de matices, de diplomacias, de tibiezas. Y por eso escribo. Porque si las balas siguen ganando, al menos que alguien diga que lo intentamos todo, incluso alzar la voz cuando más miedo da hacerlo. Hoy Miguel Uribe está vivo por milagro. Mañana puede ser cualquier otro. Puede ser usted. Puedo ser yo. Porque aquí, defender las ideas se volvió un acto de suicidio lento. Porque aquí, escribir columnas como esta es jugarse la vida. Pero me importa un carajo. Porque si la cobardía es el precio de la tranquilidad, prefiero la tempestad con dignidad.
¿De verdad vamos a seguir así? ¿De verdad vamos a dejar que el odio gane? ¿De verdad vamos a esperar a que maten a todos los que creen en algo?
Yo no. Yo elijo la palabra. Yo elijo la verdad. Yo elijo este dolor convertido en verbo.
Miguel está vivo. Y eso, en este país, es un milagro.
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