
Mientras el gobierno de Gustavo Petro insiste en su narrativa de transformación social, las cifras de migración revelan un país en crisis. Más de 1,4 millones de colombianos han abandonado su tierra desde 2022, duplicando el promedio histórico y dejando al descubierto el profundo divorcio entre el relato ideológico del progresismo y la cruda realidad que enfrentan millones. Esta diáspora silenciosa no solo evidencia el fracaso de una promesa política, sino que constituye una forma de protesta pasiva contra un modelo que expulsa a sus propios ciudadanos.
Mientras el gobierno nacional continúa elaborando discursos sobre la “transformación social” y la “potenciación de la dignidad del pueblo”, las estadísticas migratorias cuentan una historia diametralmente opuesta. Una historia menos utópica y más cruda: desde 2022, más de 1,4 millones de colombianos han abandonado el país, doblando el promedio histórico de migración anual y situando a Colombia como el quinto país del mundo con más solicitudes de asilo en la Unión Europea. Esta cifra no es sólo un dato más: es una sentencia. El país, supuestamente en “cambio”, se vacía.
La reciente decisión de la Unión Europea de incluir a Colombia dentro de la lista de “países de origen seguro”; (una categoría que permite acelerar el rechazo de solicitudes de asilo por considerar que el país no representa un riesgo generalizado para sus ciudadanos), contrasta con la narrativa oficial del gobierno de Gustavo Petro. Según esta, Colombia avanza hacia un modelo más justo, más equitativo, más democrático. Pero los números y los hechos le son adversos.
La realidad detrás de la diplomacia: datos que incomodan
Desde diciembre de 2022 a diciembre de 2024, las solicitudes de asilo pendientes de ciudadanos colombianos en la UE pasaron de 38.300 a 97.160. Un crecimiento del 153%. En 2024, más de 51.500 colombianos solicitaron asilo, concentrándose el 78% en España. Alemania, por su parte, ha sido la voz más crítica, alertando sobre la sistematicidad del abuso del mecanismo de asilo con fines económicos. El 99% de las solicitudes presentadas en ese país terminan siendo rechazadas. La evidencia es contundente: el sistema de protección internacional está siendo saturado por una diáspora creciente que no huye solo de la pobreza, sino de un entorno institucional, económico y político que se ha vuelto invivible.
El relato oficial, sin embargo, prefiere culpar a “redes de desinformación” o “mafias de asilo”, evitando asumir que detrás del fenómeno hay un rechazo masivo y silencioso al rumbo político del país. Cuando el ciudadano promedio, sin filiación política, opta por abandonar su patria aun a riesgo de ser deportado o estigmatizado, no se trata de desinformación: se trata de desesperanza.
Petro y la izquierda: del discurso redentor a la evidencia del fracaso
Desde su llegada al poder, el presidente Gustavo Petro ha insistido en que su gobierno representa la reivindicación de los marginados, los excluidos y los vulnerables. Pero el aumento exponencial en la migración demuestra que las promesas de justicia social y redistribución han devenido en un entorno de inseguridad jurídica, deterioro económico, inflación persistente, debilitamiento institucional y pérdida de confianza en el futuro. La izquierda, que tanto ha criticado los “modelos neoliberales” por sus efectos migratorios, guarda ahora un silencio cómplice ante cifras peores que las registradas en gobiernos anteriores.
Este éxodo masivo es, en términos históricos, un fenómeno de protesta pasiva. Es la demostración de que la ciudadanía ha dejado de creer en las promesas del progresismo tropical. Mientras desde la Casa de Nariño se diseñan reformas ideológicas envueltas en retórica moralista, en los aeropuertos se agolpan ciudadanos que ya no esperan nada del Estado.
Humanismo selectivo y cinismo diplomático
El discurso internacional, al que el actual gobierno adhiere, ha sido cómplice de esta doble moral. Cuando los migrantes escapaban de países gobernados por la derecha, la izquierda global los convertía en símbolos de lucha. Hoy, cuando escapan de gobiernos progresistas, los minimizan, los acusan de fraude o, peor aún, de ignorancia. Se criminaliza al migrante cuando cuestiona con sus actos; no con ideologías, la legitimidad del régimen que lo gobierna.
La muerte del Papa Francisco; defensor de los migrantes por necesidad, no por oportunismo, llega en un momento simbólicamente trágico: cuando Europa endurece sus políticas y Colombia insiste en negar su decadencia. Es un espejo cruel: los pueblos no huyen del bienestar. Huyen del caos, del miedo y de la frustración acumulada.
Cinco conclusiones que no se quieren escuchar
- El fracaso del modelo político actual es innegable. El aumento de migrantes y solicitudes de asilo no es casual ni episódico. Es estructural. Los ciudadanos no migran en masa por propaganda, sino por condiciones materiales insoportables.
- La desconexión del gobierno con la realidad es preocupante. Mientras el Estado celebra indicadores macroeconómicos manipulados, la población pierde la fe en el futuro y opta por el abandono físico del país.
- La narrativa del progresismo se derrumba ante los hechos. Prometieron dignidad y generaron expulsión. Prometieron esperanza y produjeron estampida. La izquierda no ha transformado el país: lo ha convertido en un territorio inhóspito para su gente.
- La presión internacional es un síntoma del deterioro interno. Colombia, lejos de proyectar liderazgo regional, es ahora vista como un problema migratorio. Lo que antes eran tratados de cooperación ahora son advertencias diplomáticas.
- La restauración de la visa Schengen es una amenaza real. Si no se contiene la estampida, Europa cerrará sus puertas. Y será el ciudadano de bien, el profesional, el estudiante, el científico, el que pague las consecuencias de una gestión ideologizada y ciega.
¿Cuántos más deberán irse para que reaccionemos?
La historia está llena de gobiernos que, atrapados en su burbuja ideológica, no escucharon las señales del pueblo hasta que fue demasiado tarde. El éxodo colombiano, silencioso pero constante, es una de esas señales. No se trata de cifras, sino de seres humanos que han decidido que ya no hay espacio para ellos en el país que los vio nacer.
Negar la magnitud del fenómeno es una forma más de violencia institucional. Es tiempo de dejar de culpar al migrante y empezar a responsabilizar al modelo que lo expulsa. Porque cuando medio millón de personas al año decide irse sin mirar atrás, es el país entero el que se está vaciando. Y nadie, absolutamente nadie, en el poder, parece tener el coraje de admitirlo.
Comentar