
El Papa Francisco es una negación del axioma de que el poder corrompe. Es una excepción porque el poder es esa boa constrictora que engulle la voluntad más indomable. Excepto si es Bergoglio. Un hombre sencillo y complejo. Sencillo porque fue fiel al voto de pobreza que presentó al final del bienio del noviciado en la Compañía de Jesús y que siguió conservado a lo largo de su vida. Complejo porque le tocó liderar una institución incapaz de entender los signos de los tiempos. La alta jerarquía, sus reglas, sus instituciones, sus dogmas, sus líderes, sus intereses, sus misterios y sus patrañas se encargaron de minar el alma de un hombre bueno. De un hombre coherente.
El Papa Francisco se propuso, fallidamente, llevar a la Iglesia al mundo actual y sus debates. Fue un líder religioso del Cristianismo que intentó ser lo más cercano a la vocación del mismo Jesús. Un sujeto al que la Iglesia poco reconoce; porque ha puesto por encima su vanidad y su exégesis absoluta. Ajena a temas trascendentales como la guerra, el hambre, la diversidad sexual, el cambio climático, la manipulación genética, el diálogo con los laicos y el papel de la mujer en la estructura jerárquica de la Iglesia. Francisco no le huyó a esos temas y cada vez que lo hizo pisaba un campo minado en el interior del Colegio Cardenalicio. Los enemigos de sus reformas y del sentido apostólico de su misión no fueron los milicianos radicales de otras religiones sino sus propios pastores. Aquellos que de frente le profesaban obediencia, pero a sus espaldas clavaban un aguijón mortífero. El hombre bueno, robusto, generoso, alegre (sangre latina) fue atado de pies y manos sistemáticamente. Tantos aguijones fueron reduciendo su salud, sus fuerzas y su vocación de guerrero. Francisco no jugó el juego que gusta jugarse en esas altas esferas de poder, donde ni la Iglesia se salva. Dijo lo que tenía que decir. Hizo lo que el evangelio le ordenaba. Hizo evidente su lugar de pastor y guía en un contexto complejo al que la jerarquía eclesiástica acostumbraba pasar de largo.
Juan Pablo II fue más notable en el dominio de los idiomas y el quehacer político; Benedicto XVI le superaba en formación teológica. Pero hay un punto en el que Francisco hizo justicia y estas líneas se proponen resaltar y destacar como sino de su papado. El Papa Francisco atendió, escuchó y pidió perdón en nombre de la Iglesia Católica Apotólica y Romana a todas las víctimas de la pederastia. El alto clero ha sido cómplice y ha actuado de manera pasiva frente a las sanciones que merecen predadores sexuales disfrazados de clérigos. La Iglesia, como el avestruz, ha clavado su cabeza y ha dejado pasar de largo una conducta sistemática de muchos religiosos a quienes el derecho canónico pretendía atender como desvío moral lo que verdaderamente ha debido tratarse como conducta punible, sin fueros, ni pliegues, ni relatos tibios que obstruyen la verdad, la reparación y el castigo.
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