#LaOpinionDeColmenares.
El senador Alfredo Deluque tuvo la gentileza y amabilidad de postularme en una terna para designar gobernador de La Guajira, gesto que nunca le terminaré de agradecer, sin que para ello tenga que arrodillarme o cambiar mis convicciones; en ese proceso, un exministro que me entrevistó consideró que yo era el idóneo y así lo recomendó al gobierno, pero dos exgobernadores que estaban presos por corrupción consideraron que yo no les daba garantías. Luego, en las elecciones pasadas, aspiré al Senado por iniciativa de un grupo de colegas contadores públicos que me dieron su respaldo para que los representara.
Esa ha sido mi experiencia de participación política, pero suficiente para concluir que la mayoría de quienes llegan a este ámbito lo hacen con el propósito de enriquecerse, porque la ética se volvió un estorbo y la honradez un defecto.
Hay una minoría que insiste en la idea de que la política debe servir para transformar realidades y mejorar la vida de la gente, especialmente de los más vulnerables. Pero esta minoría enfrenta un dilema: es condenada al fracaso, aislamiento o persecución por no transar con el sistema y corromperse.
Por eso es que, lejos de sorprenderme, me indigna, me siento frustrado cuando veo que quienes intentamos hacer las cosas bien somos señalados como idealistas sin futuro y nos aconsejan «ensuciarnos» para poder avanzar. En otras palabras, nos dicen que la única forma de ser exitosos en la política es traicionando nuestros principios, participando del saqueo y repartiendo el botín. Y si nos negamos, se nos acusa de ser un problema, de querer «dividir» o de no entender «cómo funcionan las cosas».
La corrupción se ha convertido en un espectáculo que muchos aplauden. Veo con desolación que ciudadanos comunes, los mismos que sufren por la falta de empleo, la pobreza o la ausencia de servicios básicos, celebran a los corruptos, los admiran, se toman fotos con ellos y hasta los defienden con pasión. Algunos dicen, «es que robó, pero hizo», como si construir una obra pública con sobrecostos justificara el robo descarado de los recursos públicos.
Pero ¿quiénes pagan las consecuencias? No son los corruptos, que con el dinero robado andan en carros de alta gama, viajan en primera clase, educan a sus hijos en las mejores universidades, comen en los restaurantes más exclusivos y hacen parrandas con cualquier cantidad de músicos. No, las víctimas son los ciudadanos de a pie, los que deben elegir entre pagar una factura de servicios públicos o comer, los que esperan meses para una cita médica en un sistema de salud colapsado, los que transitan por carreteras en mal estado porque se roban la plata del mantenimiento.
Es hora de que dejemos de engañarnos. No podemos seguir justificando lo injustificable. La corrupción no es un problema ajeno, no es un tema abstracto que solo afecta a las grandes esferas de poder, sino que nos golpea todos los días, afianza la pobreza y nos condena a un futuro sin oportunidades.
Lo peor es que los corruptos ni siquiera hacen un esfuerzo por ocultarse: antes de entrar a la política, eran personas sin patrimonios, con una vida similar a la de cualquier ciudadano. Pero una vez que llegan al poder, su riqueza crece exponencialmente, con grandes mansiones, vehículos de alta gama y fortunas inexplicables. Y, sin embargo, seguimos votando por ellos, seguimos permitiendo que la corrupción sea la norma y no la excepción.
Pero aún hay una esperanza con una minoría que resiste, que no se vende y sigue creyendo en la política como una herramienta para el bien común, los que enfrentan a los corruptos sin miedo, los que denuncian sin importar el costo, los que rechazan los pactos oscuros y se mantienen firmes en sus convicciones.
Todo el mundo sabe quiénes son los correctos y quiénes son los corruptos, conociendo su historia, comportamientos y enriquecimiento repentino. Los corruptos no son invisibles sino descarados.
¿Van a seguir respaldando a quienes han hecho de la política un negocio personal, o van a apoyar a quienes realmente buscan un cambio? Usted escoge. La corrupción no puede seguir marcando nuestro destino.
Y como dijo el filósofo de La Junta: «Se las dejo ahí…”
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