El Catatumbo vive hoy una de las tragedias humanitarias más devastadoras de sus últimos años. Según el último informe de la Defensoría del Pueblo, más de 36,000 personas han sido desplazadas por enfrentamientos entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las FARC, dejando un doloroso saldo de 80 muertos. A este sombrío panorama se suma la interrupción de las clases en las Instituciones Educativas en varios municipios de la región, afectando a más de 46,000 niñas y niños, víctimas silenciosas de un conflicto que amenaza con robarles no solo su presente, sino también su futuro.
En este contexto, la vida y la dignidad de la población civil han sido relegadas, una vez más, al último plano. Es inadmisible que los grupos armados continúen utilizando a comunidades enteras como escudos humanos y a sus territorios como espacios estratégicos para la guerra, ignorando el sufrimiento que causan. Los asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos y firmantes de paz son una herida abierta que nos recuerda que la paz es un proyecto que requiere respeto, compromiso y voluntad.
A comienzo de enero tuve la oportunidad de leer el Manual de Tolerancia de Héctor Abad Gómez, allí el médico y defensor de derechos humanos antioqueño dejó un mensaje que hoy cobra más vigencia que nunca: la convivencia pacífica y el respeto por las diferencias son la única vía para construir una sociedad reconciliada. Sin embargo, la realidad del Catatumbo parece contradecir este llamado. En su legado, Abad Gómez nos advertía que la tolerancia no es permisividad frente a la injusticia. Así, resulta imperativo condenar los crímenes de guerra del ELN, su sistemático incumplimiento al cese al fuego y su falta de interés en una salida negociada al conflicto. No hay ninguna justificación para la barbarie ni para los ataques indiscriminados que convierten a la población civil en blanco de la violencia.
El Catatumbo es un espejo de los retos más profundos de Colombia: pobreza estructural, economías ilegales y una limitada presencia de las instituciones del Estado. Una zona rica en recursos naturales que es disputada por grupos armados que ven en ella un territorio estratégico para los cultivos de uso ilícito, el tráfico de armas y de personas, el control de diversas actividades económicas y demás actividades ilegales. Esta realidad se agrava por la porosidad de la frontera con Venezuela, donde el ELN encuentra refugio y apoyo logístico, complicando aún más los esfuerzos del gobierno colombiano por contener los enfrentamientos que se han desatado en los últimos días.
El presidente Gustavo Petro, al suspender las conversaciones de paz con el ELN y ordenar la reactivación de las órdenes de captura contra sus líderes, ha optado por medidas drásticas para recuperar el control. Sin embargo, la militarización por sí sola no resolverá un conflicto que tiene raíces históricas y sociales. Las Naciones Unidas y la comunidad internacional también han condenado la violencia y el desplazamiento y han hecho un llamado al cese inmediato de las hostilidades y a permitir el acceso de las ayudas humanitarias sin ningún tipo de restricción. Estas muestras de apoyo son importantes, sin embargo, la solución debe ser, en última instancia, construida por nosotros, como sociedad.
La Comisión de la Verdad, en las recomendaciones de su Informe Final «Hay Futuro si hay Verdad», nos insta a entender que la paz no es solo la ausencia de conflicto, sino un esfuerzo colectivo que trasciende los acuerdos entre el Estado y los grupos armados. Este proyecto nacional debe comenzar por un pacto social inclusivo que aborde las causas estructurales del conflicto: la desigualdad, la exclusión social y la falta de oportunidades. La educación para la paz, la transformación del modelo de seguridad y la implementación integral del Acuerdo de Paz de 2016 son pilares fundamentales para construir un país donde la dignidad humana y el respeto de los derechos humanos estén en el centro de la transformación.
No podemos permitir que el Catatumbo, como otras tantas regiones de Colombia, continúe siendo sinónimo de abandono y dolor. El asesinato de líderes sociales, defensores de derechos humanos y firmantes de paz no puede seguir siendo una estadística. El desplazamiento masivo no debe ser una normalidad aceptada. Cada vida perdida en este conflicto es un recordatorio del precio de nuestra indiferencia y de la urgencia de actuar para frenar este inadmisible baño de lágrimas y sangre.
Si hemos demostrado ser creativos para la guerra, debemos ser aún más ingeniosos para consolidar la paz. Esto exige que todos los sectores de la sociedad asuman su responsabilidad: las comunidades, las organizaciones de la sociedad civil, los gobiernos locales, el empresariado, la academia, las iglesias y, por supuesto, el Estado. La paz no será posible si no hay un compromiso real de escuchar a quienes han vivido el conflicto en carne propia, reconocer su sufrimiento y movilizarnos para que estos horrores no vuelvan a repetirse. La verdad, la justicia y la reparación son condiciones ineludibles para que todas las víctimas encuentren un lugar en la construcción de un futuro compartido.
De igual manera, es fundamental que la guerrilla del ELN y todos los actores armados cesen de inmediato la violencia y los hostigamientos contra la población civil, abandonen las actividades ilegales que perpetúan el conflicto y demuestren, con hechos concretos, su voluntad de buscar salidas negociadas. La paz no será fruto de imposiciones ni de actos de buena fe aislados, sino del reconocimiento de que el respeto a la vida y a la dignidad está por encima de cualquier interés político, económico o estratégico. Solo a través del diálogo y la renuncia al uso de la violencia podrán abrirse caminos hacia la reconciliación, en los que toda la sociedad pueda participar activamente.
En el Catatumbo, como en toda Colombia, se libra no solo una batalla contra los fusiles, sino también contra la desesperanza. Sin embargo, la historia nos enseña que los momentos más oscuros pueden ser el preludio de un cambio. La población colombiana, especialmente las víctimas, son un ejemplo de resistencia y ha demostrado una y otra vez su resiliencia. Este es un momento para unirnos, superar las divisiones, hacer acuerdos sobre lo fundamental y trabajar juntos por un país donde la vida sea sagrada y la paz un proyecto colectivo.
La violencia no es el destino inevitable del Catatumbo ni de Colombia. Héctor Abad Gómez decía que la tolerancia es el primer paso para la convivencia. Nosotros, como sociedad, debemos dar ese paso, si estamos unidos y tenemos la suficiente voluntad y creatividad para comprender que la paz no es un sueño lejano; es una posibilidad real, siempre y cuando decidamos, juntos, hacerla realidad. Solo así, quienes han sufrido las consecuencias más atroces del conflicto podrán mirar al futuro con esperanza, sabiendo que su dignidad y derechos son reconocidos y protegidos.
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