La apuesta democrática

“En estas condiciones es imposible que la apuesta democrática dé buenos frutos; el riesgo siempre será más alto que la recompensa. No hay institución, por bien diseñada que esté, que resista el empecinamiento de una sociedad enferma”.


Dada la coyuntura nacional, habría sido lógico que escribiera algo sobre el debate presidencial. Pero el nivel de los candidatos fue tan paupérrimo que, fuera de los lamentos y palabras malsonantes que mi familia y amigos tuvieron que escuchar de mi parte mientras veía el debate, no tengo nada que decir al respecto. Por eso, he decidido hablar sobre un tema que, sin ser ajeno a la coyuntura electoral, tiene un carácter más general.

Guillermo O’Donnell es probablemente el pensador latinoamericano que más ha contribuido a la teoría de la democracia. Formado en esa sana tradición intelectual en la que la historia importa —hoy desaparecida en la mayoría de programas de ciencia política—, sus estudios ponen de relieve las limitaciones de las concepciones minimalistas de la democracia y la importancia de las condiciones internas y externas al régimen que garantizan su persistencia a lo largo del tiempo.

En su artículo “Teoría democrática y política comparada”, el politólogo argentino plantea que la democracia política es el único régimen resultante de una apuesta institucionalizada e incluyente. Institucionalizada, porque no depende de las preferencias de los individuos —salvo en el momento en que se instituye el régimen—, ni de ninguna clase de mítico contrato social. Es, a su vez, incluyente porque cada persona debe aceptar que prácticamente todos los otros adultos participen —como votantes o candidatos— en contiendas electorales limpias que determinan quién los gobernará durante un tiempo determinado.

Uno puede no aceptar el régimen democrático y desobedecer sus leyes y autoridad por consideraciones morales, pero se enfrenta, entonces, al poder punitivo del Estado, el garante de la apuesta democrática. A cada persona, por lo tanto, no le queda otra opción que correr el riesgo de que sean elegidas las personas «equivocadas».

Pongámonos por un momento en los zapatos de aquellos argentinos con sus facultades mentales íntegras que tuvieron que ver que catorce millones de sus connacionales votaron a Javier Milei. Es lógico que, en casos como este, personas que, en principio, están comprometidas con el régimen democrático, comiencen a sentirse insatisfechos con la apuesta de la que forman parte. Lo mismo ocurre con quienes tenemos que ver las encuestas de intención de voto para las elecciones presidenciales de febrero en Ecuador.

Así planteada la cuestión, parecería que la apuesta democrática es demasiado riesgosa para ser atractiva. Sin embargo, el propio O’Donnell aclara que se trata de una apuesta atemperada por diversas garantías institucionales, como la separación de poderes, la limitación temporal de los mandatos, la periodicidad de las elecciones y la existencia de una serie derechos civiles que protegen a los ciudadanos contra el poder arbitrario del Estado.

Por lo tanto, el problema que surge es, en primer lugar, institucional. Si estas garantías institucionales fallan, la apuesta se vuelve demasiado riesgosa: las consecuencias negativas de la elección de un mal gobernante se vuelven trascendentales. Toda una generación perdida en Venezuela da buena cuenta de esto.

Los politólogos han prestado especial atención a esta dimensión del problema, pero han olvidado el otro elemento fundamental: el que corresponde a la sociedad. A fin de cuentas, si un presidente democráticamente electo puede concentrar todos los poderes en el poder ejecutivo mediante la promulgación de una nueva constitución (Chávez, Correa) o a través de la violación sistemática de la ley (Noboa, Milei), lo hace en buena medida gracias al consentimiento activo o pasivo de los ciudadanos.

El problema no está, entonces, en la apuesta democrática, sino en las condiciones que hacen posible el éxito del régimen. El problema no es que todos puedan votar o ser elegidos, sino en qué condiciones toman estas decisiones.

Desde la Ilustración, diversos pensadores han acentuado la importancia de la educación en la formación de ciudadanos comprometidos con el régimen democrático y los valores republicanos. Pero, a mi parecer, esto no tiene que ver tanto con la existencia de materias de Cívica o Educación para la ciudadanía en las escuelas, sino con algo más básico: los adolescentes se gradúan del colegio sin saber historia ni razonamiento lógico. Un niño al que no se le brindan las herramientas para razonar lógicamente será un adulto que crea en teorías de la conspiración. Un adolescente que no aprende la historia de su país y el mundo será un adulto receptivo a discursos de odio promovidos por aspirantes a tiranos.

Dejando de lado los factores económicos, la estupidez y la polarización afectiva son las dos grandes amenazas que enfrenta la apuesta democrática en el mundo de hoy. Y no se trata de factores excluyentes. Muchos argentinos votaron a Milei bajo el argumento de que “no va a hacer lo que promete”, sólo para impedir que el peronismo gane las elecciones. Votar por alguien para que no haga lo que promete suena bastante parecido a ser estúpido. Votar por una persona con retraso madurativo sólo por odio a la otra opción política es, además de estúpido, un síntoma inequívoco de polarización.

La fractura entre peronistas y antiperonistas en la sociedad argentina tiene raíces históricas que preceden incluso al nacimiento del justicialismo como movimiento político. El caso argentino ejemplifica muy bien los riesgos de la polarización cuando ésta se prolonga en el tiempo. La apuesta democrática navega en los mares turbios de la historia.

Ciertamente también hubo mucha gente que votó a Milei por sus propuestas. Más aún, hubo gente que votó a Milei porque se siente identificada con su persona. Sin ánimo de jugar a ser psicólogo, es notorio que el presidente argentino no se caracteriza por gozar de una buena salud mental y lo mismo puede decirse de aquellos entre sus seguidores que han construido una especie de culto mesiánico alrededor de su figura.

Así pues, si por un lado nuestro sistema educativo se encuentra en franca decadencia, por el otro hemos descuidado negligentemente nuestro bienestar mental y el de los otros. En estas condiciones es imposible que la apuesta democrática dé buenos frutos; el riesgo siempre será más alto que la recompensa. No hay institución, por bien diseñada que esté, que resista el empecinamiento de una sociedad enferma. Y la verdad de las cosas es que no es fácil imaginar un remedio a esto.

En general, soy pesimista sobre el futuro de nuestras democracias y, más aún, sobre el porvenir de nuestras sociedades. En todo caso, me consuelo sabiendo que la ventaja de esperar lo peor es que cualquier sorpresa siempre es para bien.

***

En un mundo cada vez más polarizado e idiotizado, las enseñanzas de Guillermo O’Donnell (1936-2011) son fundamentales para entender las raíces profundas de los males que acechan a la democracia política. Es momento de poner a descansar la obsesión politológica con las instituciones y empezar a mirar a la historia y la sociedad para comprender por qué la democracia ha dejado de ser para tantos “the only game in town”.

Juan Sebastián Vera

Sociólogo por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Maestro en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.

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