“Sin los discursos supremacistas de odio de rabinos, políticos y colonos, la limpieza étnica de Palestina no se habría convertido en un elemento integral del sentido común israelí”.
Enfundado en su uniforme militar, Aaron Bushnell llega a la embajada de Israel con una idea fija en la cabeza: «Soy un miembro en activo de la Fuerza Aérea y no voy a seguir siendo cómplice de un genocidio». Coloca su celular en el piso, apuntando en dirección suya para registrar el momento. Sin titubear, rocía líquido inflamable de la cabeza a los pies y una pequeña llama produce el resultado deseado. Las llamas comienzan a abrasarlo mientras grita “Free Palestine”. Procura mantenerse en pie hasta que el dolor se vuelve insoportable y sus piernas sucumben. Ya en el suelo, apagándose su vida, un agente apunta con un arma su cuerpo carbonizado. Otros agentes se encargan de apagar las llamas. Las quemaduras acaban con su vida, a los veinticinco años, al día siguiente.
La autoinmolación es el acto más desesperado de protesta, un grito atormentado de quien experimenta la mayor de las impotencias frente a la mayor de las injusticias. No se trataba esta vez, sin embargo, de una víctima alzando por vez última su voz en contra de sus victimarios.
Bushnell no vio a su madre morir aplastada por una excavadora; no tuvo que tomar en sus brazos el cuerpo inerte de su hijo, cubierto de sangre y escombros; no pasó hambre en un campo de refugiados. Era simplemente un soldado estadounidense angustiado ante el sufrimiento de personas inocentes. Era un hombre sufriendo su humanidad.
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El genocidio palestino es seguramente el más documentado de la historia humana. La globalización ha facilitado el seguimiento en tiempo real de sucesos ocurridos al otro lado del mundo. En ningún otro momento de la historia la información ha viajado a tal velocidad.
Más allá de las fronteras del imperio otomano, casi nadie sabía en 1916 que un genocidio se estaba llevando a cabo en contra de los armenios y, menos aún, podían saber que se extendería hasta 1923, con el imperio ya disuelto. Hoy, en cambio, son pocos los que ignoran que hay una guerra —por así decirlo— en Palestina y, sin embargo, eso no ha impedido que la limpieza étnica siga su curso. Como Bushnell, la mayoría asistimos impotentes al exterminio sistemático del pueblo palestino.
Aunque, a decir verdad, tal vez “impotentes” no sea la palabra más apropiada. Lejos de suscitar la condena unánime del mundo, la limpieza étnica en contra de los palestinos es, sino celebrada, al menos sí justificada por una parte importante de la “opinión pública” en todos los países del mundo que, como el Dios de Juan León Mera, mira y acepta el holocausto.
Mucho se ha escrito —y se sigue escribiendo— sobre los genocidios, aunque nunca se ha hecho —ni se está haciendo— nada para evitarlos. Y es que si, en pleno siglo XXI, se extermina de manera sistemática a un grupo humano por motivo de su raza, etnia, religión, ideología o nacionalidad, ello sólo es posible porque los “líderes mundiales” lo autorizan. Ya sea por ruines intereses geoestratégicos o por ridículos sentimientos de culpa nacional, las potencias occidentales han avalado el genocidio palestino durante casi ochenta años.
Pero lo infame de la situación va incluso más allá.
Aún hoy los turcos niegan haber exterminado a millones de armenios, griegos y asirios por motivos religiosos. Igual postura adopta el gobierno chino con respecto al genocidio uigur en Sinkiang, mucho menos conocido que el genocidio palestino, pero igual de vigente.
Las autoridades israelíes, en cambio, parecen jactarse de la limpieza étnica que llevan a cabo en territorio palestino. Sin ir muy lejos, a inicio de este año, el ministro de seguridad de Israel, Itamar Ben-Gvir aseguró que la huida de residentes de Gaza tras los bombardeos del ejército israelí significaba “una oportunidad para desarrollar un proyecto que anime a los residentes de Gaza a emigrar a países de todo el mundo”. En la misma línea se pronunció el ministro de finanzas Bezalel Smotrich, para quien Israel debería trabajar en pos que la población palestina “emigre” —el grosero eufemismo es suyo— de Gaza y puedan establecerse nuevos asentamientos israelíes en ese territorio.
Cierto es que ningún alto mando israelí se refiere a su actividad en Palestina con el término “genocidio”, ni falta que les hace porque tampoco se preocupan al menos de maquillar sus intenciones: “Estamos imponiendo un asedio total a Gaza. No hay electricidad, ni alimentos, ni agua, ni combustible. Todo está cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuaremos en consecuencia”. (Ésta feliz declaración fue hecha por el ministro de defensa israelí Yoav Gallant).
Así pues, no sólo no ha existido un genocidio más documentado que el palestino; tampoco se ha visto nunca que los perpetradores de uno lo conviertan tan descaradamente en objeto de su vanagloria.
Los nazis trataron de ocultar al mundo los campos de exterminio hasta el final de la guerra; los soldados israelíes posan alegres en las ruinas de los hogares palestinos bombardeados junto a las posesiones robadas a sus víctimas, y comparten las fotos con familia y amigos en redes sociales.
El caso israelí provoca estupor, además, porque el Estado se ha dado el lujo de ciudadanizar el genocidio. Al promover asentamientos israelíes en territorios ilegalmente ocupados, el Estado de Israel ha convertido a los colonos en un engranaje indispensable de la maquinaria del genocidio: apedrean a los palestinos, incendian sus propiedades, envenenan a sus animales y destruyen sus cosechas. Por lo menos una decena de palestinos fueron asesinados por colonos armados en el último año.
Ha de subrayarse que, en los territorios ocupados, los colonos se rigen por el régimen civil israelí, mientras que los palestinos residentes en Cisjordania se ven regidos de facto por el régimen militar israelí —un apartheid de manual—, lo que claramente ubica a los palestinos en una situación desventajosa cuando se producen ataques en su contra, pues la condenas a colonos —cuando las hay— suelen ser ridículas. Lo contrario ocurre cuando un palestino viola la ley —que es la forma israelí de decir “existe”—, al punto que cientos de niños han pasado por las cárceles israelíes.
Si es tan difícil alcanzar la paz entre Palestina e Israel es porque, no sólo los gobernantes israelíes rechazan tajantemente la existencia de un Estado palestino, sino que los propios ciudadanos israelíes han hecho suya esa convicción. Los colonos israelíes son la primera línea de ataque del sionismo; son una pieza clave del genocidio porque su sola presencia en territorio palestino ocupado asegura la reproducción cotidiana de las prácticas supremacistas del Estado de Israel.
Al ocupar territorio palestino, los colonos no sólo despojan de sus hogares a los residentes legítimos, sino que se apropian de los recursos palestinos —agua, tierra y minerales— para beneficio propio, condenando a las víctimas a la escasez y el hambre. Un comportamiento que, sin duda, evoca el infame “Plan Hambre” de los nazis en la Unión Soviética, con la diferencia de que, en Palestina, el plan es ejecutado por civiles.
Igual que el nazismo, el sionismo es una ideología supremacista. Y así como los nacionalismos europeos se forjaron al calor del antisemitismo durante el siglo XIX, el sionismo ha hecho de la islamofobia y la arabofobia su materia prima.
En su libro El final de la modernidad judía, el historiador Enzo Traverso evidencia el carácter racista del proyecto sionista de un etnoestado judío: “El proyecto territorialista y estatista de los fundadores de Israel, que era además eurocéntrico y colonial, se proponía no solo separar rigurosamente a los judíos de los árabes, sino que fijaba también líneas de demarcación en su propio campo, considerando a los judíos orientales como una especie de ersatz: los sustitutos de los askenazíes exterminados por el nazismo”.
Visto en perspectiva, el manido eslogan de “la única democracia de Oriente Medio” termina sonando a perversa ironía, habida cuenta de que ya no solo los árabes son ciudadanos de segunda clase en Israel, sino incluso los judíos mizrajíes, etíopes y sefardíes, “corrompidos” por el espíritu del Levante, según la infame fórmula de David Ben-Gurión.
Es evidente que si las autoridades sionistas actúan con tal desparpajo es porque se sienten protegidas por la permisividad occidental, pero también se saben legítimas puertas adentro. Cada bombardeo, cada casa demolida, cada hospital destruido hasta los cimientos, cada masacre en contra de quienes se congregan alrededor de camiones de ayuda humanitaria es una victoria sobre los “animales humanos” árabes, y el grueso de los ciudadanos israelíes celebra cada victoria con júbilo y orgullo nacional.
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Sin la influencia de las radios comunitarias en las que se atizaba, día y noche, el odio hacia los tutsis y los hutus moderados, el genocidio ruandés no habría alcanzado la magnitud que adquirió —indiferencia occidental aparte. Sin los discursos supremacistas de odio de rabinos, políticos y colonos, la limpieza étnica de Palestina no se habría convertido en un elemento integral del sentido común israelí.
Israel no es sólo un Estado genocida; es, sobre todo, una nación genocida.
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