“Mientras solo un sexo gane, ambos pierden”.
– Warren Farrell (2001).
En una de mis muchas tardes perdiendo mi valioso tiempo en TikTok, me crucé con un video de Armando Saucedo, en el cual, él hablaba sobre la edad que tenían los hombres cuando tuvieron su primera vez. Este video me transportó un poco más de un año atrás, donde hablando con amigos escuché la respuesta que leí en los comentarios de dicho video: “Yo tenía 12 años y ella 35. Era mi profesora. Me hizo hombre”. Fue bastante impactante escuchar esa respuesta, como si fuera lo más normal del mundo. Recuerdo que les dije que eso tocaba llamarlo por su nombre: esa mujer había abusado sexualmente de mi amigo; pero él no lo reconocía de esa manera y me daba la misma respuesta una y otra vez: “¡No, qué va! Si ella me hizo hombre, ya tenía edad”. Es chocante darse cuenta lo convencidos que estaban de que no era un abuso, y supongo que me es más difícil entenderlo porque no soy hombre; aun así, me di cuenta de que la mayoría de los hombres han normalizado la violencia que sufren por parte de las mujeres: no solo está normalizada, sino que es parte de la construcción de su masculinidad y de su identidad como varones.
En los comentarios de dicho video me percaté que muchos de estos hombres no caían en cuenta de que habían sido sexualmente abusados hasta que eran adultos, y diría que la mayoría nunca va a aceptar que esa primera vez fue una violación; es preferible verlo como un logro desbloqueado, como si se tratase de un nuevo nivel en un videojuego. Esto despertó mi curiosidad para investigar más a profundidad sobre la cantidad de denuncias y condenas que hay por parte de niños (víctimas) a mujeres (victimarias). Invito a mis lectores a buscar los datos por sí mismos: no hay. Existe un hueco estadístico con respecto a este tipo de casos. La mayoría de los datos que encontré en mi búsqueda de más de tres (3) meses –y aún sigo buscando– son sobre violencia de hombres a mujeres y violencia de niñas, niños y adolescentes por parte de hombres; es raro que los datos indiquen que el agresor es una mujer, y si lo hacen, el porcentaje es mínimo en comparación con cuando el agresor es un hombre. Mientras realizaba mi búsqueda me acorde de Warren Farrell, quien en su libro The Myth of Male Power: Why Men are the Disposable Sex (El mito del poder masculino, en español), afirmaba que, “Otra creencia –la de la mujer como víctima– nos ha llevado a asumir que las mujeres son siempre las inocentes y los hombres siempre los perpetradores, conduciéndonos a hacer que nuestras estadísticas se ajusten a nuestras creencias” (Farrell, 2001, pág. 13, con énfasis por fuera del texto original). De esta manera concluí que nuestra sociedad, al estar tan enfocada y saturada por los problemas de las mujeres, ha excluido de manera deliberada aquello que rompe con la regla general, y en este caso es que la mujer sea perpetradora de violencia, aunque no cualquier tipo de violencia, sino de violencia ejercida contra un hombre. Nuestra sociedad con predeterminación ha dejado en el olvido a los hombres y sus problemas, muchas veces ridiculizando y minimizándolos porque tienen que ser hombres y dejar de llorar.
En las universidades a nivel mundial se habla mucho acerca de los roles de género, de la construcción de la feminidad y de lo “¿Qué significa ser mujer?”. La pregunta del millón es “¿Qué es una mujer?”, pero en la academia son muy pocos los que se han interesado por estudiar “¿Qué significa ser hombre?” Realmente podemos afirmar que la pregunta de ¿qué es un hombre, está resuelta hace años?, yo lo dudo, y lo dudo porque me parece increíble que la sociedad pueda llegar a aceptar o incluso tolerar la pedofilia femenina: que esté bien visto que un niño o adolescente se “levante” a una mujer que le triplica la edad, cuando muchas veces es ella quien, por ponerlo en términos coloquiales, le dio tres vueltas al pobre chico: que los hombres tengan que aceptar esto como “parte de su masculinidad”. Afirmo que es “parte de su masculinidad” principalmente por la manera en que este tipo de situaciones se manejan, donde entre los mismos hombres tienden a felicitar a quien sería la víctima; se felicitan y dicen frases tipo “agradezca que antes una mayor se fijó en usted”, o cuando las mujeres dicen “es que igual hay mucho joven que le gusta comer grande”. No es fácil reconocerlo como un abuso, y reconocerlo como tal pone en vilo la propia construcción de masculinidad que les han enseñado.
Esto me recuerda a las historias que he escuchado sobre cómo en el campo colombiano, los abuelos y padres llevaban a sus hijos a los prostíbulos, con mujeres que les triplicaban la edad, cuando tenían entre 10 y 14 años para que “los hicieran hombres”. Es desagradable el pensar que si esa misma circunstancia se diera, a la inversa, más de uno estaría indignado; pasa que como se trata de un hombre está prácticamente bien visto, lo que genera que estos casos no se denuncien y los pocos que se denuncian no representan un número significativo como para “ser un problema” que se debe abordar. Entonces no se trata de que las mujeres no violen a los hombres. No. Es un tema de que el abuso de mujer-hombre está normalizado y eso se refleja en frases como “es que ella me hizo hombre”. ¿Realmente lo hizo hombre?, ¿ser hombre se puede reducir a la relación sexual?, ¿se puede reducir a proveer económicamente para una familia?, ¿se puede reducir a tener un “body count” alto para presumir? Considero que ser hombre es mucho más complejo, en maneras que quizás yo misma nunca entenderé en su totalidad porque soy mujer.
Siempre le digo a mis amigos que ser hombre es difícil, que hoy en día realmente lo tienen muy complicado y se ríen; les parece ridículo que piense que ser hombre es difícil, si se supone que nosotras somos las que lo tenemos más difícil, y esta reacción jocosa me parece que está cargada de un sufrimiento silencioso. Las experiencias de hombres y mujeres se viven de maneras distintas: la manera en que un hombre vive su sexualidad, su relacionamiento con las mujeres, sus amistades y sus relaciones familiares es muy diferente a la manera en que lo hace una mujer. La construcción de la masculinidad y feminidad es distinta, pero al mismo tiempo se complementan y, sin embargo, desde mediados del siglo XX y la mayor parte del presente siglo, la academia se ha enfocado en entender únicamente las experiencias femeninas obviando muchas de las experiencias masculinas, pintándose como privilegiadas y siempre analizándolas desde la relación de poder “hombre > mujer”.
Aunque me podría extender pensando en las respuestas a estas preguntas, invito a mis lectores varones para que me ayuden a construir una respuesta. Una respuesta que, como bien plantea Janet Halley (2006), nos dé un descanso del feminismo, y así poder analizar los problemas entre hombres y mujeres desde otras perspectivas que no sean los lentes feministas. El feminismo radical está tan ensimismado que no es capaz de ver que muchas veces la violencia que sufrimos las mujeres, los hombres también la viven, pese a que tienen reacciones diferentes porque NO SOMOS IGUALES. Así como nosotras les pedimos a ellos que nos entiendan, que no invaliden nuestras experiencias y problemas, nosotras tenemos el deber moral de hacer lo mismo con los hombres y sus vivencias. Recordemos: mientras solo un sexo gane, ambos pierden.
Referencias
Farrell, W. (2001). The Myth of Male Power: Why Men are the Disposable Sex. (2ª ed.). Berkley Trade. (Obra original publicada en 1993).
Halley, J. (2006). Split Decisions: How and Why to Take a Break from Feminism. (1ª ed., pp. 3-35). Princeton University Press.
Esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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