El crecimiento económico de Colombia se tambalea en el filo de la mediocridad, y los últimos datos del DANE, con un anémico 0,3 % en el último trimestre de 2023 para el PIB, no son motivo de celebración, sino un toque de atención y un llamado a la reflexión sobre las políticas económicas que nos han llevado a este punto. Un crecimiento tan exiguo es un espejo de la ineficacia gubernamental, una muestra de cómo se está desaprovechando el potencial de un país rico en recursos, pero empobrecido por decisiones que ahogan la iniciativa privada y frenan la innovación.
Agricultura, la columna vertebral de nuestra economía, muestra un alza de 6 %, pero este número no debe enmascarar la realidad de los campesinos que luchan contra un sistema plagado de barreras comerciales, tarifas insostenibles y una burocracia que parece empeñada en complicar más que en facilitar. Mientras el agricultor se desvela pensando cómo sacar adelante su cosecha, los políticos en sus despachos climatizados debaten sobre regulaciones que, en lugar de abrir caminos, levantan muros.
El crecimiento en administración pública y defensa, educación y salud de 3,8 %, no es sino el reflejo de un Estado obeso que, en lugar de ser el facilitador, se convierte en protagonista, engullendo recursos que podrían ser mejor invertidos en manos del sector privado. Es una paradoja que mientras se celebra el crecimiento en estos sectores, las filas de desempleados se extienden como una sombra que oscurece el futuro de millones de familias.
El sector financiero crece 7,9 %, un dato que no es tan alentador si consideramos la inflación de 8,35 %, que es resultado de una expansión monetaria letal. Los créditos, que deberían fluir según la preferencia temporal de los individuos, se encuentran atrapados en una telaraña de regulaciones que desnaturalizan el riesgo y desalientan la iniciativa privada. Una regulación más ligera podría fomentar la competencia y ayudar a moderar la inflación. Menores barreras de entrada al sector financiero, aumentarían la presencia de nuevas entidades compitiendo entre sí y proporcionando tasas más favorables para los emprendedores y ciudadanos.
Y no nos engañemos, el aumento en actividades artísticas y de entretenimiento es más un escape que una señal de progreso: es el desahogo de un pueblo que busca en la distracción un alivio a la frustración de sus aspiraciones.
El Gobierno debe despertar y darse cuenta de que no se puede dirigir una economía con el freno de mano puesto. Las políticas intervencionistas y proteccionistas no hacen más que desincentivar la inversión y la competencia, y lo que es peor, perpetúan la dependencia de los ciudadanos en un Estado que promete mucho y entrega poco. Se necesita un cambio real, un giro hacia la libertad, que ponga el bienestar de los ciudadanos por encima de la maquinaria burocrática.
No podemos seguir aceptando este crecimiento económico raquítico como la norma. Colombia merece una economía que refleje la riqueza de sus recursos y el ímpetu de su gente. Es hora de exigir reformas profundas que desaten las amarras de un país que tiene todo para avanzar, pero que está siendo frenado por políticas de corto plazo. El tamaño de nuestra economía importa, y es fundamental que retomemos la senda hacia la prosperidad que solo se logra en libertad real.
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el Diario La República (Colombia), y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.
Comentar