La sociedad colombiana ha terminado por normalizar unas conductas que son a todas luces anómalas. Desde hace cinco décadas, cuando en la segunda mitad de los setentas emergió la bonanza marimbera, hemos aprendido a vivir, a sobrevivir sería más preciso decir, con la presencia permanente del narcotráfico y con unos niveles de violencia asesina que, en su peor momento, en 1991, alcanzó los 85,4 homicidios por cien mil habitantes. Después de la disminución acelerada de los asesinatos durante el gobierno de Uribe, que recibió el país con 70,2 homicidios por cien mil y lo entregó en la mitad, 35,5, hoy está algo más de cuatro veces por encima del promedio global de 6,2.
También nos acostumbramos, desde hace sesenta años, a un conflicto armado que se recicla una y otra vez y que no logra terminarse a pesar de los interminables esfuerzos de negociación en los cuales el Estado renuncia a su tarea esencial de imponer la ley y hacer justicia y premia con impunidad a los violentos. Peor, desde Santos los desmovilizados acceden a derechos y privilegios políticos, judiciales y económicos, que no tienen los ciudadanos de bien, la inmensa mayoría, que jamás han delinquido. Los desmovilizados, por ejemplo, tienen pensión estatal asegurada, reciben subsidios gubernamentales que eran inicialmente temporales mientras que se conseguía su reinserción productiva, cuentan con financiación privilegiada para sus movimientos políticos aunque no alcancen ni el diez por ciento de los votos que se les exige a los otros partidos, y se les regalan curules en el Congreso.
Nada de eso es normal, usual, ordinario, razonable. En un estado civilizado la regla fundamental es la de la aplicación de la ley a quien la viole y la de la justicia para quien delinca, no la de la claudicación estatal y el premio al criminal. La impunidad, está probado, invita a la repetición de la conducta delictual y siembra nuevas violencias.
Peor, ahora los violentos saben que aunque se hayan negado a aceptar los beneficios que les dio Santos a sus compinches, las disidencias de las Farc, o, más grave, hayan traicionado los acuerdos que negociaron y sigan matando, los reincidentes, con Petro tienen otra oportunidad más de conseguir impunidad y privilegios. Una certeza que, para rematar, Petro quiere extender a los grupos criminales que jamás han tenido pretensión política alguna.
Así que nos acostumbramos a que los violentos no paguen por sus delitos, muchos de ellos crímenes de guerra y de lesa humanidad, los peores, los más ofensivos entre todos, y tengan privilegios como los de hacer política que no puede tener quien, pongamos el caso, se ha robado una gallina. Un ciudadano condenado por delitos comunes no puede aspirar a cargos de elección popular. En cambio, al homicida serial de las Farc se le regala la curul de senador. En fin, vuelvo a insistir, acá es normal que los asesinos, secuestradores y violadores que hacen parte de grupos violentos, es decir, que han matado mucho y por mucho tiempo, no solo queden impunes sino que accedan al poder sin restricción alguna.
A todo este comportamiento estatal anómalo y a la paralela tolerancia social con la anomalía, hay que sumarle la común ausencia de arrepentimiento real de los bandidos por los delitos cometidos, su cínica y frecuente pretensión de dar clases de moral, de levantarse como censores éticos de la sociedad, y la de resignificar sus crímenes para eliminar sus connotaciones negativas e, incluso, darles un valor positivo.
La desviación ética, sin embargo, ha encontrado nuevas cimas con Petro. Por un lado, no es solo que gobiernen quienes debían estar en la cárcel sino la retaliación, la venganza de los criminales contra quienes los combatieron. Esta semana, el gobierno le retiró sus condecoraciones al general Arias Cabrales, jefe operativo de la recuperación del Palacio de Justicia. Por el otro, es también el propósito de reescribir la historia desde el gobierno. Esta misma semana, y no es coincidencia, Petro impulsó unos actos de conmemoración por los cincuenta años del robo de la espada de Bolívar por el M19.
Más allá de la mezquindad contra Arias Cabrales, y, de contera, contra las Fuerzas Militares, preocupa el uso de las instituciones y el presupuesto estatal ya no solo en el empeño de lavarle la cara al Eme sino de convertirlo en «fundamental para la democracia», según palabras del director del Museo Nacional. Según él, «hablar de recuperación o robo es es una toma de partido y estamos recuperando el lenguaje del grupo insurgente que realizó este acto, que fue político y fundacional». Es la misma línea de llamar retención al secuestro e impuesto a la extorsión y de, palabras de Petro, quitarle una i a «ilícito».
En fin, si de tomar partido se trata, no debería haber duda, en especial para un funcionario gubernamental: hay que hacerlo por la democracia y el estado de derecho y, por tanto, de la Constitución y la ley que prohiben la violencia y establecen que hurtar lo ajeno es un delito, no una «recuperación», por mucho que los bandidos de entonces, autores del robo de la espada y responsables de la muerte 101 personas en el Palacio de Justicia, estén ahora en el poder.
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