Para hacer la paz se requiere tanta o más valentía que para ir a la guerra. En Colombia el inicio del conflicto tuvo un asiento altruista, honesto, admirable porque quiso erradicar las formas propias de exclusión que se tejieron a lo largo del tiempo en una sociedad que heredó, en favor de una elite, los vicios propios de desvergonzados y pícaros que mandaron a las Indias y que aquí exigieron el trato de próceres. Coger el monte fue una decisión que significó desarraigo. Fue una apuesta valiente y decidida por cambiar las estructuras económicas excluyentes y conceder a los campesinos la tierra que les había sido arrebatada. También fueron la guarda más valiente de un patrimonio natural que emporios locales e internacionales se han empecinado en arrasar. Hubo un momento en el que fueron los buenos. Pero el realismo tocó a su puerta, y luego de muchos debates decidieron aceptarlo y disfrazar bajo la combinación de las formas de lucha su propia tragedia.
El secuestro extorsivo y la financiación de su proyecto por medio del narcotráfico los transformó en verdugos. La revolución se estancó y empezó a dar vueltas sobre sí misma para cuidar laboratorios y rutas de droga. Lo que empezó con vocación de cambio estructural la carcomió una recua de narcotraficantes despiadados y desalmados.
El proyecto revolucionario no fracasó por la persecución militar sino porque la sociedad, en general, no se siente representada en ellos. Está cansada de sus actos contradictorios y los que no le temen le odian. Advierte que su discurso resulta vacío y atemporal. Les reprocha que no sostienen una revolución sino una caleta. Ya no es admirable la continuidad de un proyecto revolucionario y exige que sea ella, porque es quien juega en el margen de la legalidad, la que dé señales coherentes de voluntad de paz. Señales inequívocas y ciertas de trazar una agenda pública de transición que permita vincular tres actores: sociedad civil, comunidad internacional y establecimiento.
Hay que ser muy valiente para entender que una apuesta por la paz no es un fracaso a la revolución. Es un acto de coherencia a los tiempos actuales. Es hoy la misma sociedad vulnerable que un día decidieron proteger la que exige asegurar un escenario libre de minas antipersona, ajena a la extorsión y donde los niños no sean obligados a convertirse en soldados.
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