«La adicción a las pantallas es el precio que pagamos por la ilusión de libertad digital; nos somete mientras creemos ser dueños de nuestras decisiones.»
Cada día, al concluir mi jornada como psicólogo en mis consultas con jóvenes, observo con inquietud y cierta tristeza cómo la gran mayoría de ellos saca sus teléfonos móviles para revisar las notificaciones de las numerosas aplicaciones que tienen instaladas. Esto sucede en un contexto donde deberíamos estar explorando sus emociones y pensamientos sin distracciones. Muchos de estos jóvenes, y esta experiencia se comparte con colegas de otros consultorios, muestran dificultades para conciliar el sueño, un constante nerviosismo cuando no pueden acceder a sus dispositivos en cualquier momento o problemas para relacionarse cara a cara.
Resulta alarmante notar que, en lugar de empoderarlos, les hemos entregado estas pantallas que se suponía que los harían más libres. En realidad, los estamos inmovilizando con cadenas silenciosas pero poderosas. Cada vez que, de manera natural, les permitimos sostener un dispositivo móvil en sus manos, con la convicción de que «debemos enseñarles a usarlos para su propio bien», estamos partiendo de la peligrosa suposición de que el uso de la tecnología digital es neutral. Esto implica no cuestionar las implicaciones y el impacto en sus vidas, y a menudo los estamos invitando sin darnos cuenta a rendirse ante intereses económicos y empresariales.
Los algoritmos y las inteligencias artificiales que intentan mantener a los jóvenes conectados durante el mayor tiempo posible los conocen mejor que nosotros. Saben con precisión sus preferencias, fortalezas, debilidades, deseos y aspiraciones, y utilizan ese conocimiento para ejercer un control sobre su voluntad en nombre de la libertad y el placer.
Incluso nosotros, como adultos, hemos caído en la trampa tendida por las grandes empresas tecnológicas, con sus atractivos y dulces mensajes (mantenernos más conectados, comprar con facilidad, olvidarnos del dinero en efectivo, simplificar procesos, etc.), sin cuestionar lo que se encuentra detrás de ese aparente placer al sumergirnos en la esfera digital y someternos a las pantallas. Y debemos recordar que somos el modelo por seguir que los jóvenes emulan; ellos reflejan lo que permitimos, validamos y consideramos normal.
Es preocupante darse cuenta del impacto emocional e intelectual, que en última instancia se traduce en un dominio económico, que la adicción a las pantallas está causando. Esta adicción a domesticado nuestros cuerpos al hacer que nuestras miradas se posen constantemente en el suelo (perdiendo así otras perspectivas y oportunidades) y al apropiarse de nuestras extremidades, al mismo tiempo que subyuga nuestra inteligencia, convirtiéndola en un receptáculo sumiso y adormecido de estímulos.
Nuestros cuerpos han sido adiestrados: nuestras manos se sienten perdidas y vacías sin el teléfono, y no sabemos dónde mirar cuando nos quitan la pantalla de la vista. Hemos normalizado el uso compulsivo y sin crítica de las pantallas en nuestra vida, lo que ha llevado a una falta de control de nuestra conducta y una profunda dependencia de la estimulación. Como ha señalado Chantal Maillard en varios contextos, necesitamos una reeducación de nuestra sensibilidad. La adicción a las pantallas enmascara una crisis en nuestro deseo: una patología de la inmediatez que nos despoja de nuestra capacidad para tomar decisiones. Hemos perdido nuestro horizonte. Hemos perdido nuestros sentidos. Si solo dirigimos nuestros ojos a la pantalla, solo veremos lo que quieren que veamos, y esto nos llevará a pensar que esa realidad es todo lo que existe. Mientras tanto, al otro lado, nos están tendiendo las cadenas con las que, alegremente, nos sometemos.
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es suyo o de Carlos Javier González en ethic