El recorrido que ocupa esta columna tiene una particularidad que le diferencia de los anteriores: no surgió por iniciativa del autor ―en su individualidad o en colectivo―, sino que fue producto de una invitación expresa de mi colega columnista, antropólogo y contratista de la administración municipal, Andrés Arredondo. Así pues, este texto es una construcción colectiva que se genera como resultado de la visita guiada que el susodicho amablemente se ofreció a darnos a mí y a algunos estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia, quienes prontamente acudieron al llamado. Es también una forma de agradecerle y de difundir el proyecto que él y el equipo de la Subsecretaría de Derechos Humano de Medellín han venido adelantando.
Para comenzar, vale la pena señalar que el Jardín Cementerio Universal se encuentra ubicado en la zona noroccidental de la ciudad de Medellín, específicamente entre la Calle 84 y la Carrera 65. Este dato es importante porque cualquier entendido de la vida urbana de Medellín sabrá que la Carrera 65 es una de las vías más importantes para quienes se dirigen al noroccidente de los municipios de Medellín y Bello, lo cual la convierte, también, en una de las más congestionadas y ruidosas. Por lo anterior, resulta sorprendente el efecto que se produce al ingresar al Jardín, pues los sonidos externos desaparecen repentinamente y el ambiente se llena de un silencio sobrecogedor que solo se ve interrumpido por el sonido de la fauna que corretea por entre los árboles.
El encuentro se produce a las diez de la mañana y los rayos del sol penetran con fuerza por entre los árboles, que, por cierto, son abundantes. Andrés nos cuenta un poco acerca de la historia del cementerio y no puedo evitar pensar que existe una importante dualidad en este espacio, un ir y venir entre el pasado y el presente. El Jardín Cementerio Universal fue diseñado, nada más y nada menos, que por el maestro Pedro Nel Gómez, durante el auge de desarrollo urbano de la primera mitad del siglo XX en Medellín. Su diseño remite constantemente a la circularidad y su nombre obedece a las intenciones de su autor: construir un cementerio que tuviera cabida para todos. La puta, el santo, el obrero y el mendigo compartiendo un mismo fin, he ahí el sueño del maestro.
Muestra de lo anterior son los dos monumentos que, desde puntos diferentes, rinden tributo a dos oficios de gran importancia, pero escaso reconocimiento durante la época de su construcción: el mausoleo de la Asociación de Linotipistas de Antioquia (Figura 1) y el Mausoleo de los Bomberos (Figura 2). No son los únicos, por supuesto. Allí también se encuentran el mausoleo de los ferroviarios y el de la cooperativa Lealcoop, por nombrar solo unos cuantos ejemplos. No resulta sorpresivo, pues, que la tumba del legendario ―y polémico― poeta Porfirio Barba Jacob hubiese reposado allí también, al menos hasta que los nadaístas, en un arrebato de inspiración poética, realizaron un acto ceremonial junto a su tumba que culminó en el rapto de sus cenizas.
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He aquí el cementerio que imaginó Pedro Nel Gómez hace casi cien años, aunque físicamente no alcanzase a materializarse en su totalidad. Sin embargo, como mencioné anteriormente, hay otro cementerio que subyace a la obra del artista antioqueño. Se trata de un cementerio que se hizo famoso durante la segunda década del siglo pasado por los enterramientos clandestinos que allí realizaron los sicarios al servicio de los cárteles de la ciudad y que, hoy día, y gracias al trabajo que han venido adelantando la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Subsecretaría de Derechos Humanos, adscrita a la Secretaría de Inclusión social, Familia y Derechos Humanos, aparece como un espacio de memoria, reparación y no repetición.
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En efecto, el cementerio es hoy día un espacio protegido por la JEP y que cuenta con un moderno sistema de vigilancia que impide cualquier tipo de intromisión que pudiese violar los procedimientos judiciales que allí se llevan a cabo. Sin embargo, la labor de la JEP y la Subsecretaría no ha terminado allí, pues como parte del proyecto que pretende convertir el Jardín en un espacio de memoria se han elaborado obras como el Mausoleo “Ausencias que se nombran” (Figura 3), donde reposan los restos de 140 personas que, luego de un largo y complejo proceso, han sido finalmente identificadas y han brindado consuelo a un número incontable de familiares y amigos. En esa misma vía apuntan los múltiples murales que van apareciendo ante nuestros ojos y que, en cierto sentido, nos demuestran que el color también puede esconder un profundo dolor, al tiempo que nos recuerdan que la memoria es un trabajo intergeneracional e intersectorial: todos podemos ―y yo diría debemos― aportar a su construcción.
Así, da la impresión de que el cementerio de la primera mitad del Siglo XX conversa con el de finales de la segunda mitad y comienzos del nuevo milenio. La conversación se tensa por momentos, se sobrecoge ante los horrores que ha debido ver, pero también se alegra de ver que hay personas interesadas en resignificar esa historia. Es en este momento que no puedo evitar sentir que el sueño de Pedro Nel se mantiene vivo en el cementerio. Quizá no de la manera que el antioqueño hubiese imaginado, pero quizá con un fin aún mayor: no solo el cementerio será para todos, sino también la memoria que este albergará de ahora en adelante.
Terminado el recorrido, Andrés nos extiende ―a quienes estamos allí, pero también a quienes él sabe que leerán tarde o temprano esta columna― la invitación a estar muy atentos a las redes de la Subsecretaría de Derechos Humanos, pues allí se difunde el trabajo que se realiza en este espacio y próximamente se estará anunciando un evento donde se llevará a cabo la presentación de un libro que condensará los elementos que sintéticamente describí más arriba. ¡Por allá nos vemos!
Nota: Las fotografías empleadas pertenecen al archivo del autor.
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