Los únicos colombianos que no quieren la paz son los que hacen parte de los grupos violentos. Solo a ellos no les interesa una solución definitiva del conflicto. Han hecho del crimen su modo de vida. La paz les daña el negocio.
De manera que, en principio, apoyamos «la paz total» de Petro, suponiendo que lo que Petro quiere es el cese de la confrontación armada. Los problemas, sin embargo, no están en el fin, en el que coincidiríamos, sino en los medios, en los procedimientos.
Con contadísimas excepciones, hay un consenso general entre los colombianos acerca de que la mejor manera para poner freno al conflicto es la negociación con los violentos. Confieso que, sin embargo, desde hace algún tiempo me he alejado de ese acuerdo. Varias razones motivan esa ruptura. La primera es ética: los pactos con los violentos se han hecho a cambio no solo de impunidad sino de beneficios económicos y políticos que no tienen los ciudadanos que jamás han delinquido.
Es el precio de la paz, dicen. Un precio excesivo, creo, y que tiene consecuencias indeseables. Por un lado, rompe dos principios fundamentales en una democracia: el de la igualdad frente a la ley, para tratar mejor, para privilegiar, vaya paradoja, a quien la viola, y el de que el crimen debe tener castigo efectivo y cada criminal debe tener la sanción que corresponde a su delito. Por el otro, la impunidad y los beneficios constituyen un incentivo perverso para la criminalidad, un estímulo para delinquir. No es una especulación, es una realidad. Basta ver, por ejemplo, el incremento de los cultivos de coca tras el acuerdo de Santos con las Farc que aseguraba, entre otras ventajas, la transferencia directa de dinero a los narcocultivadores. Muchos campesinos se pasaron a la coca.
Para rematar, los acuerdos con los violentos no han conseguido el resultado que se supone que los justifican. Ni ha terminado el conflicto armado ni han desaparecido los grupos violentos que deberían haberse desmovilizado. De las AUC quedaron el clan del Golfo, los Rastrojos y varios otros. De las Farc, las disidencias y las reincidencias, el Estado Mayor Central y la Segunda Marquetalia. De hecho, según el CICR, en el país hay hoy siete conflictos vivos cuando en el 2021 había cinco.
Para rematar, los acuerdos no solo no redujeron los narcocultivos sino que los incrementaron, de 48.000 h en el 2013 a 204.000 h en el 2021 (seguramente aún más en el 22). Lo mismo, otra paradoja, ocurrió con los homicidios. Se han incrementado desde el 2016. En la práctica algo no funciona bien con lo pactado.
Ahora, la propuesta de Petro es peor. Negocia sin pudor con los mafiosos. A la impunidad final quiere agregar la legalización de parte de las fortunas ilícitas y la liberación de los criminales durante las negociaciones. El cese del fuego paraliza a la Fuerza Pública y no obliga a los bandidos a dejar de delinquir. Se rehusa a erradicar y, en general, desmontó la lucha contra el narcotráfico. Renunció al garrote y todo son zanahorias. Improvisa y no aplica ninguna de las lecciones aprendidas de las negociaciones anteriores.
Hay, además, unos peligros adicionales. Uno, que Petro use la negociación con el Eln como un camino alternativo para sus reformas. Si naufragan en el Congreso, puede querer incluirlas en lo que pacte con los elenos. Una advertencia en esa dirección hizo cuando se quejó de que lo pactado con las Farc «no tocó el modelo económico». El otro es aún más grave y peligroso: aliarse con los violentos y utilizar los acuerdos para ganar «gobernabilidad» y control territorial. No sería la primera vez que políticos se coaliguen con bandidos.
Por eso hay que mirar con muchísimo cuidado propuestas como las de contratar a cien mil jóvenes de bandas delincuenciales o las de institucionalizar las nuevas «guardias campesinas». La milicianización sobre la que advierte Carlos Alonso Lucio.
Y en estas elecciones, hay riesgos evidentes: los grupos violentos saben que no serán enfrentados por la Fuerza Pública y, al mismo tiempo, han advertido que no dejarán de delinquir. Seguirán extorsionando y presionando a los civiles de sus áreas de influencia. Los votantes ejercerán su derecho con el fusil en la nuca y la certeza de que ni militares ni policías los protegerán. Con la excusa de la «paz total», control territorial, gobernabilidad, influencia sobre los resultados electorales. Porque serán los candidatos del Gobierno los que reciban este «apoyo» de los violentos.
No tengo duda de que semejante situación viola la democracia y es inconstitucional. Y tengo certeza de que no será Petro quien resuelva el entuerto. O está pactado o, en todo caso, le conviene.
Pero la Corte Constitucional sí puede, en su estudio sobre la paz total, dar las pautas sobre qué y cómo puede pactarse con los violentos y, sobre todo, la necesidad de que no se establezcan límites inaceptables a la Fuerza Pública para el cumplimiento de sus obligaciones constitucionales, en especial pero no exclusivamente en estos períodos electorales.
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