Imaginá el siguiente escenario. Te despertás una mañana como cualquier otra; sos el mismo, con todos tus conocimientos, recuerdos e historia. Pero, te encontrás en la Tierra nuevamente en su estado natural; virgen de todo tipo de tecnología, construcciones, medios de transporte y de comunicación, medicinas, etc., etc., etc. No hay nada de nada, salvo la ropa con la que dormiste la noche anterior y lo que traes dentro de tu cabeza.
Me puse a pensar cuánto tiempo podría sobrevivir con mis conocimientos. No mucho. ¿Y cuánto podría aportar al planeta? ¡Menos! Ni siquiera esta columna, porque no sabría ni cómo hacer un lápiz –aunque leí Yo, El Lápiz varias veces– ni cómo obtener papel donde escribirlo. Ni hablar de una computadora. Y ya no cuento con Google para averiguarlo.
Rodeada de bombas eléctricas, automóviles, aviones, vacunas, hornos microondas, edificios, ascensores, y demás, vivo mi vida sin tener demasiada idea de cómo funcionan. Las doy por sentadas, como si fueran parte de la geografía.
Volvamos a nuestro viaje imaginario al paleolítico. Supongamos que descubro que tengo a mi lado a Henry Ford, Benjamin Franklin, los hermanos Wright, Thomas Alva Edison y otras tantas mentes brillantes que nos ha dado la humanidad. Y aquí la pregunta del millón: ¿Querría que fueran como yo? ¿O estaría agradecida por sus diferencias? ¿Les demandaría “igualdad” o les rogaría, mientras les preparo una fogata para que sus cerebros entren en calor, que inventaran nuevamente todas las cosas que hicieron mi vida más simple, más eficiente, más confortable, más segura, más entretenida?
No hay dos personas iguales en este planeta. Cada uno de nosotros viene con su propia receta, con variables naturales y contextuales. Eso no está bien ni está mal. No es justo ni injusto. Simplemente es.
Igualar implica modificar. Sencillo de ver en números: Si 4 ≠ 2, para igualarlos, 4 debe ceder 1 a favor de 2 para obtener la igualdad 3 = 3. Lo mismo pasa con los seres humanos. ¿Y en ese intento de igualar, adivinás quién sale perdiendo siempre? El que tuvo que ceder, entregar, achicarse en algún aspecto para poder igualar a quien no tenía modo o ganas de crecer, excepto a costa de otro.
Es difícil encontrar discursos de hombres independientes reclamando igualdad. En general, quienes reclaman igualdad son quienes desean obtener algo de ellos. Ese reclamo ha venido rodeado de un halo romántico, idealista, benévolo, aunque en realidad, y exceptuando a algunos pocos inocentes, únicamente esconde dos rasgos: resentimiento e hipocresía.
El resentido piensa que no tiene nada para ofrecer al mundo y, por ese motivo, envidia profundamente a quien sí tiene algo bueno para dar. La grandeza ajena lo hace sentir pequeño e inválido. Prefiere que nadie se destaque y busca generar entornos donde nadie pueda hacerlo. A la pregunta del millón, planteada arriba, el resentido respondería: “Sí, prefiero que sean como yo. Prefiero vivir sin carros, heladeras, luz y música. Prefiero incluso una vida miserable con tal de que nadie viva mejor que yo”. Sobran ejemplos de resentidos en nuestra Latinoamérica.
El hipócrita es un pícaro –término muy condescendiente– que no iría a vivir a Cuba ni a Venezuela, aunque se tatúe en el pecho la imagen del Che Guevara y se llene la boca con halagos para Fidel; vive en sistemas que permiten la existencia de los Ford, de los Jobs y de todos los productos y servicios que estas mentes ofrecen; luego, proclama su derecho a parte de lo que nunca creó y reclama su distribución. El hipócrita no dice: “oye, Henry, dado que no puedo ser tan productivo como vos, bajá tu productividad para igualarte a mí”. No. Espera a que produzca mucho y luego exige una porción; dado que no puede amputar parte del cerebro o habilidad de Ford –y ya no sonaría muy noble y romántico–, amputa el producto de su cerebro o habilidad. En definitiva es lo mismo, ¡mejor aún!, porque así el trabajo lo hace el otro. Solo escuchen los discursos de los candidatos presidenciales de mi natal Argentina, o los discursos del Papa Francisco, o a los gremialistas del mundo, o a la mayor parte de la población de la región, entre otros, y verán que el “Club de Hipócritas” cuenta con el número más grande de socios.
Ambos casos (el resentido y el hipócrita) esconden una cuota importante de perversidad. Mientras el primero intenta liquidar los cerebros ajenos, el segundo intenta robarlos.
Sin embargo, hay un tercer reclamo por igualdad, y el único honesto y válido: el reclamo por igualdad ante la ley. Una ley cuya única función sea garantizar el respeto por los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad de todos los individuos por igual, sin importar sus diferencias reales.
Cuando la ley no es usada para proteger esos derechos, sino para proteger a determinados grupos; cuando el Gobierno roba legalmente a 4 para darle a 2 e igualarlos; cuando la frase “donde existe una necesidad, existe un derecho” empieza a ser parte del discurso político, podes estar seguro de que tu vida está en manos de un grupo de resentidos o de un grupo de hipócritas.
Es la igualdad ante la ley y el respeto por los derechos individuales lo que ha permitido a las personas, en sus diferencias, florecer y generar la enorme cantidad de bienes y servicios con las que contamos hoy por hoy, lujos imposibles de obtener en el pasado. Y si bien eso no nos ha igualado, nos ha permito a todos vivir mejor. Incluso la desigualdad puede ser actualmente mayor, pero ¿qué importa? Si Jobs (que en paz descanse) tiene 100 y yo tengo 10, ¿acaso no es mucho mejor que tener 3 cada uno? Porque estén seguros de que si pretendemos igualar en 55, muy pronto ambos tendremos 3.
Afortunadamente mi viaje al paleolítico fue solo imaginario. Pude escribir este artículo desde mi casa, en mi computadora y sabiendo que se publicará en cuanto lo haya terminado, gracias al Internet. Después, pude calentar mi comida en un minuto y darme una ducha caliente a 10 metros de distancia. Y puedo, sin importar fecha o situación, disfrutar de mis dos hijos que tuve por cesárea, sin pensar si iba a poder sobrevivir al parto y sin un ápice de dolor.
Claramente, no quiero igualdad ni reclamo mi derecho sobre la mente y habilidad de nadie. No obstante, sí reclamaré hasta la muerte por la igualdad ante la ley, porque gracias a ella, las diferencias y las habilidades de los demás, han hecho a mi vida y a la de la mayor parte de los seres de esta Tierra, dignas de ser vividas.
Este artículo apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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