(Un incidente que pudo ser trágico y no pasó de un buen susto)
La defenestración, una palabra que si bien no tiene un sonido amigable, si es fácil de recordar, me ha llamado la atención desde tiempos en que uno escuchaba, sobre todo en vísperas de fiestas de cumpleaños o de bodas, que los anfitriones iban a tirar la casa por la ventana. Uno se imaginaba entonces cómo saldrían volando tapetes y vajillas, cortinas y muebles, y todos los corotos, incluidos los invitados. Por supuesto, nada de estas trágicas presunciones acaecían y solo era una manera de expresar que ningún asistente olvidaría jamás tantas atenciones y lujos.
Salir volando por la ventana debe ser una sensación terrible, y más cuando se trata de un hecho involuntario. Da lo mismo si lo tiran a uno por la “finestra”, la “fenêtre” o por una “window”. Caerá lo mismo de fuerte, claro, según la altura, el empujón, la rabia de quien hace las veces de arrojador o defenestrador sin complejos.
Uno, en otros tiempos, más en ámbitos académicos, escuchaba historias sobre las defenestraciones de Praga. En ciertas películas había escenas de defenestraciones. Lo que no deja de ser extraño es que sea la misma ventana la que se precipite a la calle, y sobre un caso así es que voy a contar un breve y reciente suceso. Ya sabíamos, por ejemplo, que puede pasar que un balcón se lance al vacío, como pasa en un cuento de Felisberto Hernández.
Yo quiero creer que lo acaecido hace unos días en casa fue, más que porque un ventanal de vidrio estaba flojo, lo que quería era defenestrarse, probar cómo es lanzarse de un segundo piso, pero de esas casas antiguas, que cada piso parece doble, lo que significa que la altura era suficiente para que al caer no solo causara un enorme estropicio, sino que era posible descabezar al desgraciado transeúnte que, en ese mismo instante fatal, se encontrara en la acera, justo debajo del ventanal suicida.
La Mona y la mascota habían salido de compras en el barrio. Al rato, y mientras yo estaba leyendo una novela de Patrick Modiano, Libro de familia, escuché una voz que, desde la acera, me gritaba que bajara a ayudar porque algo le estaba pasando a la cerradura de la reja de entrada. Salí y ya la Mona había logrado abrir. La perrita (Dana es su nombre) subió las dos primeras escalas entre la reja y la puerta principal. Un ventarrón súbito cerró de golpe la puerta metálica. Sentí que, desde lo alto, tras un ruido insólito, había un desprendimiento.
El ventanal se vino abajo y pasó rozando a la Mona, que ya había subido una escala. Un ruido de espanto se sintió, en medio del desconcierto de la Mona. Yo apenas observaba el cuadro, sin entender todavía lo que estaba pasando. Apareció una vecina, Juliana, cara pálida, y preguntó qué era lo que sucedía. Le dije: “Una ventana se acaba de defenestrar”. La Mona palideció. La vecina no entendía lo que le estaba diciendo, aunque veía pedazos de vidrio por doquier.
Otro vecino, Camilo, se apareció. Recogió de la acera la infinidad de fragmentos. Pasó un reciclador y le dio dos mil pesos por el retorcido marco metálico. Luego, arriba, cubrió la enorme oquedad con un plástico negro (armado de la unión de varias bolsas de basura). La Mona seguía sin comprender qué era lo que había pasado. Dana abría la boca, mostraba la lengua y tenía un aspecto de interrogación.
“Volví a nacer”, dijo la Mona. “Habrá que celebrarte otra fecha de cumpleaños”, le dije. Después del inesperado estrépito, todo se quedó en un susto, en aprovechamiento para dejar más limpia de lo que estaba antes la acera y para llamar al vidriero. Llegó por la tarde (la ventana se había arrojado a eso de las once de la mañana). Era un hombre alto, delgado, de pocas palabras, de nombre Aníbal. Tomó las medidas. Se le entregó un “adelanto” de dinero y tres días después volvió, lo mismo de alto, pero aún más delgado, a poner el nuevo ventanal.
Hoy estamos estrenando vidriera. Sigo pensando que la otra, la que se desprendió con un cimbronazo de la puerta de abajo, estaba aburrida de tanto hollín de carros, de las griterías de los carretilleros, y seguro ya no le gustaban las visitas tempraneras de canarios, azulejos, sirirís y otras especies que buscaban cobijo en el “jazmín de noche” del antejardín, donde también hay un limonero y un arbusto de flores violetas llamado estrella de oriente.
Alguna vez, sobre esa misma ventana se chocó un pájaro, que cayó agonizante a la acera. No lo pudimos salvar. Pudo ser, por qué no, que la vidriera, años después de este suceso, se hubiera creado un complejo de culpa y decidió purgar la pena. De cualquier modo, esperó para desprenderse a que la Mona diera un paso salvador y así no romperle la crisma.
No había visto nunca una defenestración de esta índole: una ventana defenestrada. Se me pasó preguntarle a la vecina si había creído que estábamos “tirando la casa por la ventana”. Cuando tornó la tranquilidad, ya no retomé el libro de Modiano, sino otro, con cuentos caninos. Leí de inmediato uno de Julio Camba “Sobre los perros policía”.
Me he asomado a la ventana a ver la calle y se siente una fresca al estar estrenando vidriera.
(Escrito en el lluvioso Medellín, 2 de agosto de 2022)
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