(Un recorrido por las alegrías y tristezas de los aficionados al fútbol)
Es un sentimiento que empieza a configurarse desde la infancia y luego ya es imposible desprenderse de él, o suavizarlo; nada de eso es factible cuando ya estás inoculado por esa especie de inevitable turbulencia. Puede ser como una enfermedad de la que te contagiaste de niño, cuando escuchaste un cántico de gol, o te conectaste con otros de la cuadra, o de la escuela, que ya estaban contaminados por todas las maravillas y exotismos que se pueden hacer con una pelota. Si, además, jugaste desde pelado, comenzaste con chutes, o disparándole a una pared, o en un baldío a veces con césped, a veces pura tierra, ya se trataba de la iniciación completa en esa actividad placentera — hoy universal— que es el fútbol.
El enamoramiento por una escuadra comienza, a veces sin una razón de fondo, sin argumentaciones, solo por la sentimentalidad, por un misterioso rayo de los dioses de la pelota, que te electrocutó y dejó sin aliento, pulverizado, de una sola pieza. Como el primer encanto, un embrujo. Es como si hubieras recibido una pócima hechizante. Después, ya no es posible echarse atrás (aunque casos hay de los “voltearepas”) y así seguirás hasta el fin de los tiempos.
No es nada intelectual. Es más: los llamados intelectuales, los más esnobistas y pretenciosos, quieren estar muy lejos del fútbol, y, todavía más apartados de esa montonera denominada hinchas o aficionados, calenturientos, desbocados, insensatos… Es una emoción. Un amor a veces a primera vista. Puede ser una insensatez, pero es alucinante. Si se pudiera pertenecer a alguna corriente o escuela o tendencia artística, el hincha estaría emparentado con el romanticismo, que es una contestación a tanta racionalidad.
Los que denuestan el fútbol y, ante todo, el concepto de hincha, tifoso, forofo, fan, en fin, creen que hay en esa condición una especie de sombra alienante, de sinrazones y desconciertos cerebrales. Pues sí. El hincha, más que la utilización de asuntos conceptuales, razonamientos filosóficos, teoremas o axiomas, utiliza la inteligencia emocional, una escala de sentimientos que van desde el muy apasionado hasta aquel que es capaz de infartarse con una jugada de alta estética y, sobre todo, con aquel acto supremo que es el gol. Orgasmo universal.
Como dice algún corito de estadio, ser hincha no es una moda. No obedece a las manipulaciones propagandísticas, ni del mercado (que también hace parte del negocio mundial del fútbol). Es un sentimiento. Y basta con esa expresión. Se ama a un equipo. Y ahí ya hay, es posible, una condición de exclusividad en los sentires. Es factible, claro, que se trate de una enajenación, pero qué tremenda es. Única. Se puede con ella alcanzar el éxtasis o los abismos infernales.
El hincha es, en un ámbito metafórico, un feligrés, un romero, un peregrino. También un penitente. Tiene un aura religiosa el ritual de ir a un estadio, gritar, saltar, hijueputiar, elogiar, aplaudir y soltar lagrimones, risotadas o ponerse amoratado tras un gol del equipo del alma. Me parece, sin embargo, que ir a un estadio no es como ir a una iglesia o templo, sino a un ágora, donde se pueden dar desde representaciones teatrales hasta discursos, cánticos, coros, estribillos y declaraciones amatorias a un equipo, a un integrante de la escuadra, y llenar de oprobios al contendor.
El hincha es otro jugador. El número doce. El que está en las tribunas y con su fervor, tambores, cornetas, serpentinas, confetis, pitos, gritos, anima a los oficiantes, les transmite vibras, hace que el equipo rival se sienta arder en el infierno, consumirse en la “caldera del diablo”. La doce es dinamita. La que goza, la que sufre, la que alienta y puede terminar una jornada plena de júbilo o, al contrario, con una desazón y amargura infinitas.
Hoy, cuando se juega de noche, en semana, sábados, domingos, es otro el tiempo de los hinchas. Antes, cuando solo era en domingo, había una expectación intensa, una espera cronometrada. Era una preparación larga, con momentos vibrantes como el de ir a los expendios de boletería, o estar en la fila de las taquillas del estadio, con un suspenso que aumentaba y se volvía de alta intensidad con la entrada a las tribunas, con la salida del equipo al campo de juego, con la gritería y la irrupción celestial de nubes de papelitos picados que pudieran parecerse a un vuelo glorioso de una multitud angelical.
La experiencia de ir a un estadio es inigualable. Hay ingredientes parecidos a los de un filme de suspense, o los de una preparación carnavalesca. Es una ruptura con la vida cotidiana, con el trabajo, con el estudio, con los rituales citadinos diarios. Es una convocatoria al hechizo. Y puede pasar que haya, en el desenlace, cuando en vez del The End que solía aparecer en las pantallas de cine sea el pitazo final del referí el que nos conduzca al desbordamiento de alegrías o a formarnos un nudo en la garganta, con todos los síntomas de la tristeza.
El término “hincha”, que no suena con cadencias ni música de alas, proviene del Uruguay, según se dice. Se originó por los gritos desmesurados que daba un talabartero, cuya tarea clave era inflar el balón “a puro pulmón”, para animar al Nacional de Montevideo. El hombre se llamaba Prudencio Miguel Reyes y su oficio dominical era el de “hincha pelotas”. Desde entonces se comenzó a llamar así a los seguidores extrovertidos y bullosos de los equipos de fútbol.
El hincha está hecho para todos los sentimientos y para sintonizarse con el mundo de las sensaciones y las emociones. Llora, salta, grita, se estremece, ríe, insulta, implora, se desgañita, llega a su casa con afonía. Está hecho para los estremecimientos y las experiencias fuertes. Hay unos, según sus equipos o clubes, diseñados para las penas, las dificultades, las largas esperas. Y aún así, aunque su equipo sea muy malo, no desisten y siempre conservan las esperanzas. Otros, claro, son una marcha triunfal. Han vivido más en la gloria que en los círculos infernales.
Un filme argentino llamado El hincha, dirigido por Manuel Romero, y con guion y actuación de Enrique Santos Discepolo, muestra los sentimientos desbordantes de un aficionado a un equipo de poca monta, que está a punto de descender. El protagonista, cuyo sentido de la existencia está determinado por su amor sin límites por un conjunto futbolero, es capaz de aplazar su matrimonio con su novia eterna porque, para él, primero es el amor por la divisa que cualquier “macaneo amoroso”.
En las manifestaciones sentimentales, de dolor, de amor intenso, de frustraciones, de derrotas y victorias, el hincha crea una poética, un mundo particular que solo quienes lo hayan vivido podrán entenderlo en toda su multiplicidad de sensaciones. Cuando un aficionado de “raca-mandaca” grita un gol, confluyen en él todas las alegrías: las más remotas, las de un pretérito imperfecto, las de todas sus reencarnaciones hasta la orgásmica en la que se sume con ese acto maravilloso que es cuando la pelota entra en la portería del equipo rival.
Decía el poeta, novelista, cineasta y futbolista italiano Pier Paolo Pasolini que el fútbol es la “única representación sagrada que nos queda”. Para él, según un artículo que escribió en 1970, el fútbol reemplazó al teatro y, aún más, desplazó rituales religiosos como la misa. Distintos comportamientos urbanos están determinados por el fútbol, por todo lo que encierra y significa. Más allá de los negocios, de la gran máquina de plusvalías en que se convirtió el fútbol mundial (con mafias incluidas), la afición, mejor dicho, los hinchas, le han dado todo un colorido y una manera de ser distinta.
Bajo un cielo de serpentinas y el ondear de las banderas, un estadio siempre será un enorme templo profano en el que los que allí se congregan están atentos a la aparición de lo milagroso y de lo insólito. Los hinchas son los que escriben la poesía del fútbol.
(Escrito en Medellín, después de la virtual eliminación del DIM, junio 14 de 2022)
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