En la historia del ser humano los momentos de paz y de su consecuente abundancia son excepcionales. ¿Qué sucedió a principios del siglo XX cuando una paz que parecía perpetua devino en dos guerras mundiales cuyos horrores son comparables únicamente a la vida bajo un régimen totalitario? Las malas lenguas dicen que, en ocasiones, es la misma abundancia la que lleva a la guerra, porque la comodidad “ablanda el carácter”, provocando la pérdida del sentido vital y una desconexión de la realidad.
Es mala idea reducir un fenómeno complejo a una sola causa. Sin embargo, podemos hacer el ejercicio de aislar la variable, en este caso, la abundancia, y reflexionar sobre su preeminencia en los casos específicos que queremos examinar. Buenos ejemplos de las habladurías que citamos serían el período previo a la Primera Guerra Mundial conocido como Belle Époque y, que duda cabe, el estallido revolucionario en un Chile el cual, a pesar de todas las fisuras, abusos y dificultades sigue siendo uno de los destinos preferidos por los inmigrantes en América Latina.
Si afinamos la mirada en torno a la influencia de la abundancia en la emergencia de las guerras externas o internas, veremos que el actual conflicto europeo no escapa a sus efectos. Fácilmente podemos interpretar parte de la cobardía de los países que podrían apoyar a Ucrania con el reblandecimiento que sigue a la abundancia. Este ha llegado al punto de que los ciudadanos aceptaran una dictadura sanitaria a cambio de algo que jamás un gobierno se había atrevido a prometer: seguridad biológica. Recuerdo a un viejo soldado que había peleado en la Segunda Guerra Mundial vociferando en las calles desiertas de un pueblo italiano: “¡Nosotros salimos a dar la vida por la libertad y ustedes se encierran por miedo a morir! ¡Libertad! ¿Qué es la vida sin libertad?”
Los inmigrantes venezolanos constituyen un claro ejemplo de aquella fortaleza que se insufla cuando la vida realmente está en peligro en contraste con los chilenos que, gracias a la mascarilla, viven seguros mientras respiran su dióxido de carbono por miedo a contagiarse incluso cuando están solos y al aire libre. Si comparamos el trato vejatorio que reciben quienes viajan cumpliendo la ley, mostrando exámenes y pases de movilidad, encerrándose semanas mientras el ejército de la dictadura sanitaria los fiscaliza, con los miles de inmigrantes ilegales que, tras kilómetros de esfuerzos sobrehumanos, son recibidos sin siquiera conocer su prontuario criminal, nos damos cuenta de la distancia que existe entre blandos y duros. Los primeros, carentes del aguijón de la necesidad, se dejan pisotear, mientras a los segundos nada los detiene en su intento de salvarse del hambre del socialismo del siglo XXI.
La situación de Ucrania defendiendo su libertad frente a un dictador que dirige una de las potencias más poderosas del mundo y el contraste con varios países europeos que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, decidieron bajar los brazos y descansar en la OTAN en lugar de tener sus propias Fuerzas Armadas, es un caso similar. Los ucranianos sufrieron el azote del colectivismo que constituye el fundamento del comunismo o socialismos reales. Ocho millones de ellos murieron de hambre gracias a la misma ideología que hoy gobierna las mentes afiebradas de nuestros constituyentes (Chile). De ahí que, a pesar de ser minúsculos al lado de una Rusia que aún no supera la humillación por la derrota ideológica y la caída del muro, están dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias. ¿Cómo explicar esta actitud tan temeraria? Simple, los ucranianos saben lo que muchos occidentales emborrachados por la abundancia han olvidado: o vivir con honor –lo que significa, en libertad– o morir con gloria –es decir, luchando por nuestra libertad–. Podríamos decir que los ucranianos son, hoy por hoy, los ingleses de Europa. Mientras los italianos tiritan porque no saben a quién venderle sus artículos de lujo –si no es a los rusos– y a los belgas les pasa otro tanto con los diamantes, a lo que se suma la dependencia del gas y del petróleo rusos de muchos países en el viejo continente –ella pone un límite a las sanciones económicas contra el déspota ruso–.
A estas alturas muchos se preguntan dónde están los gringos y ven con estupor que China los reemplaza en el podio del gendarme mundial. Una de las explicaciones más persuasivas me parece la del periodista Bieito Rubido, quien afirma que la ingratitud de los países europeos es parte de las causas que explican que los Estados Unidos ya no quiera cuidar de Europa. Esta se ha manifestado en el antiamericanismo de los intelectuales que lavan cerebros en las universidades y dan a luz a las nuevas élites del socialismo tipo caviar. Lo que escapa al ex-director de ABC en España, es que estos intelectuales también son responsables de la decadencia de Occidente. Ni siquiera nuestra descolonización constituyente se libra de la colonización neo-marxista que nace con Gramsci, Laclau, Mouffe, Foucault y un largo etcétera de sacerdotes de la nueva religión global: la Estadolatría, la cual, obliga a cada individuo y a todas las naciones a arrodillarse ante las burocracias y los políticos de turno. Es en este punto de genuflexión donde el planeta sigue dividido en dos. Por una parte, el grupo de los blandos compuesto por las naciones e individuos que, sumidos en la comodidad de la abundancia, no sienten el peso de la opresión y se dejan conducir tranquilamente al cadalso; por otra, nos encontramos con los duros, aquellos que, gracias al rigor convertido en hábito y al hambre transformada en conciencia, resisten, emigran y luchan.
Ahora más que nunca cobran sentido las palabras de un hombre sabio que años atrás me dijera anhelaba que el amor de su vida –a quien aún no conocía– hubiese vivido la guerra: “pues, suele pasar que solo quienes la han vivido, distinguen lo que importa de lo que no importa”. Y si usted se pregunta de qué lado estamos los chilenos, vaya a ver las cuentas del Banco Estado e imagínelas tras la extensión del IFE.
Este artículo apareció por primera vez en el medio El Líbero de Chile, y en nuestro medio aliado El Bastión.
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