Aprovechando el bullicio a causa de las elecciones presidenciales que, dicho sea de paso, es también la coronación de la democracia como “la reina del baile”, me permito encajar al son de martillazos de hierro, un par de realidades sobre ella que los populistas, por conveniencia, han decidido dejar atrás.
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Antes de iniciar, me gustaría aclarar que no soy una persona antidemocracia y, mucho menos, uno de esos verborreaistas pedantes que buscan –a punta de falsa superioridad intelectual– desmeritar por completo al sistema democrático e “instaurar”, por arte de magia, un sistema de poder “óptimo y efectivo” –aunque medieval y anacrónico.
En realidad, lo que busco es destruir esa narrativa que ha elevado a la democracia a la categoría de divinidad entre los mortales. Esa misma que no acepta los justos señalamientos a los obvios errores del sistema y que te rotula sin piedad como hereje por hacerlo. Con todo aclarado, comencemos:
La dictadura de la mayoría
El primero y más simple de todos los males consiste en ¿cómo evitar que la democracia sea la dictadura de la mayoría? Un quebradero de cabeza para cualquiera, pero, para suerte de todos, ya tiene una solución definitiva y que solo es cuestión de aplicar con mayor firmeza en Colombia: los derechos individuales.
Estos derechos son la verdadera barrera para evitar que el actual sistema se transforme, irónicamente, en una tiranía totalitaria. Les dejo un ejemplo: imaginemos que en las próximas elecciones un candidato radical que tiene apoyo de la mayoría propone que democráticamente se determine la abolición de la propiedad privada y, que todo bien privado que existe ahora, sea expropiado y trasladada su titularidad al Estado. Si nos remitimos a la mera acción, esta propuesta es democráticamente viable, solo que sería adjuntar una pregunta al voto; y teniendo el apoyo de la mayoría, esta propuesta ganaría sí sin duda. El resultado es predecible: el país se sumiría en la pobreza y miseria más cruda arrastrando a los del no consigo. No obstante, este fatídico final cambia si al ejemplo se le agrega la existencia del derecho constitucional a la propiedad privada, pues este fungiría de escudo y evitaría incluso la mera mención de la propuesta por parte del político radical, ya que sería algo inconstitucional.
Así pues, los derechos individuales son la herramienta principal para evitar que la democracia se transforme en la dictadura de la mayoría; además, permiten resguardar todo aquello que gesta el desarrollo pleno del ser humano, es decir, la vida, la libertad y la propiedad privada. Estos derechos, les guste o no a los biempensantes, siempre deben estar por encima de la democracia.
Su travestismo de medio a fin
Existe algo particular en el anterior ejemplo, lo cual usaré en este punto, y es que, aquel político radical, muy seguramente se mostraría en cuanta declaración pública exista como un “demócrata radical”. La justificación es que lava por completo a la propuesta de su pútrido origen egoísta y le encaja la legitimidad requerida.
Piénsenlo un momento, ¿no es lo mismo proponer la expropiación de los ahorros pensionales privados solo como un individuo, a manifestarlo como un reclamo histórico reivindicacionista popular sobre las opresoras élites hiper-capitalistas satánicas (nótese el sarcasmo) respaldado por tres millones de votantes? En el primer escenario todos te tildarán de loco, mientras en el segundo, ya serás capaz de depreciar el peso colombiano en un 3% solo por mencionarlo.
La correlación de democracia y poder horizontal es obvia, y para los totalitarios ese el fin: el poder sobre las masas. Por eso, insistir en que la democracia es el fin supremo es el mejor camino. Sin embargo, y fustigando nuevamente a mis queridos biempensantes socialbacanes: LA DEMOCRACIA NO ES UN FIN. Su naturaleza es solo servil y en nuestro país esa servidumbre es hacia la república.
Dentro de la amplia gama de características republicanas como la separación de poderes, existe una fundamental que está relacionada con el anterior punto: la protección de las minorías a través de la constitución. Lo que deja la pregunta ¿Cuál es la minoría más pequeña del mundo? Y esta también tiene respuesta: el individuo.
De ser Colombia una república sana –que no lo es– poco o nada podría hacer aquel político radical de llegar al máximo cargo del poder ejecutivo. Toda la estructura estatal estaría presta para limitar el accionar que perjudique, incluso, al más atomista de los ciudadanos.
Cuna frágil de liberticidas
Este es el mal irónico por excelencia de la democracia, sorprendiendo la facilidad en la que se gesta bajo su seno las ideas totalitarias más aberrantes. Históricamente, hay miles de casos para citar, pero, siendo consecuente con las justas proporciones, Venezuela es el más adecuado.
En un ambiente marcado por la incertidumbre económica, social y política fue elegido en 1998 el verdugo de Venezuela: Hugo Chávez. Un populista impulsor del mal llamado “Socialismo del XXI”, el cual, supo entender este fallo para perpetuarse en el poder y a su partido.
Un desastre sin precedentes que inicio con pie derecho desde su primer año de gobierno, donde realizó, usando a la democracia como su mejor herramienta, el referéndum para cambiar la Constitución de 1961, desarmando esa vital protección. Las consecuencias y conclusiones de ello son conocidas por todos: miseria, muerte, represión y una diáspora que ha repercutido en el resto del continente. Y si, no es honesto satanizar a la democracia por esta catástrofe humanitaria, pero si es razón suficiente para vigilarla muy detenidamente. El surgimiento de este mal siempre es evidencia de las flaquezas en los pesos y contrapesos del poder público. Algo que debemos corregir con total celeridad en Colombia si no queremos estar padeciendo el mismo destino de nuestra nación hermana en un futuro cercano.
Este artículo apareció por primera vez en nuestro portal aliado El Bastión.
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