“El debate acerca de la tauromaquia es superficialmente político, pero ético en el fondo. De esta manera, cualquier persona que haya confrontado los distintos argumentos éticos al respecto, con independencia de su color político, podrá defender que la barbaridad taurina debe cesar”
La tauromaquia en Colombia parece tener los días contados. Hace unos meses, la Cámara de Representantes colombiana aprobó el proyecto de ley que prohibirá los festejos taurinos en todo el país. A pesar de que, de hecho, antes de la pandemia la actividad taurina se concentrase casi exclusivamente en tres plazas (Bogotá, Cali y Manizales), esta noticia es un gran avance para la erradicación de esta actividad a nivel global. En el otro lado del Atlántico, España continúa manteniendo y subvencionando esta actividad que, mal que le pese a sus acérrimos defensores, también terminará por extinguirse. Pero España tardará algunos años más que Colombia en prohibir las corridas de toros. La razón descansa en que, para la inmensa mayoría de los aficionados taurinos, la raison d’être de la tauromaquia no reside tanto en el ocio proporcionado, sino en su significación política.
Pese a que algunas voces intentan desligar a la tauromaquia de una ideología política conservadora, lo cierto es que en el fondo del debate acerca de la pertinencia de su prohibición se encuentra indudablemente este asunto. De un modo semejante a la perpetuación de la monarquía, la eliminación de las corridas de toros sería visto como un duro golpe contra la derecha y la ultraderecha política española. Por ello, bajo las máscaras del supuesto beneficio económico producido, de la ausencia de dolor por parte de los animales o del endeble argumento de la tradición o del arte, se encuentra la misma lógica: “La prohibición de las corridas es un éxito de la izquierda política frente a la derecha”. Lo mismo cabría decir de aquellas mentalidades autodenominadas progresistas cuyo único interés en la abolición consiste en el beneficio político. En cualquiera de ambos casos, el debate es planteado desde una perspectiva política.
No obstante, desde un punto de vista ético, existen buenos motivos para que tanto una persona que se considere de izquierdas como de derechas promuevan la eliminación de la tauromaquia. Ante esto, un liberal conservador podría argumentar que “prohibir” es un verbo propio de una izquierda centrada constantemente en cercenar la libertad individual de cada ciudadano. Para el caso, la libertad de pasar una tarde de domingo en una plaza de toros viendo un determinado espectáculo por el que han pagado.
Efectivamente, aceptar la lógica neoliberal semeja contradictorio con el hecho de demandar la prohibición de una actividad. En tal tesis se encuentra la raíz de la expresión “quien quiera ir, que vaya; quien no, que no lo haga”. Sin embargo, profundizar en el debate dejando de lado la cosa política, para focalizar la atención en los argumentos éticos, podría llegar a convencer al más radical neoliberal de que la tauromaquia es una actividad moralmente reprobable. Siempre y cuando, por supuesto, tenga la suficiente amplitud de miras para superar la ceguera ideológica. Todo comienza por partir de una premisa fundamental que cualquiera, sea de izquierdas o derechas, aceptará: la libertad de cada uno termina donde empieza la del otro. Soy libre de pasear por la calle mientras lo haga sin insultar o golpear a las personas que me encuentre en el camino. Todos aceptaríamos que, al golpear arbitrariamente a alguien que veo en un parque tomando el sol, estoy cometiendo una acción inmoral e ilegal. La razón es que estoy traspasando mi libertad para violar la de otra persona, que es libre de tomar el sol plácidamente sin que ningún energúmeno le golpee.
Una vez aceptada la primera premisa, la cuestión es, ¿quién es ese “otro” cuya libertad también tenemos que respetar? La confrontación con esta cuestión nos impele, necesariamente, a sumergirnos en el debate ético. Concretamente, con el asunto de si otros animales, distintos de los humanos, pueden ser considerados moralmente. Y así, una vez asumimos, como avala la Cambridge Declaration on Consciousness, la capacidad de sufrir física y psicológicamente de los toros, ¿no están violando, tanto el matarife de turno como todas las personas que asisten a la plaza, la libertad de un individuo a no ser torturado? Puede que haya quien no esté persuadido de que la respuesta a esta pregunta sea positiva. Con todo, no es mi intención en este escueto texto el convencerlas. El único punto que quisiera dejar claro es el siguiente: el debate acerca de la tauromaquia es superficialmente político, pero ético en el fondo. De esta manera, cualquier persona que haya confrontado los distintos argumentos éticos al respecto, con independencia de su color político, podrá defender que la barbaridad taurina debe cesar.
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