La alabanza de Sergio Fajardo a Gustavo Petro es una muestra del abismo de inmoralidad en el que indefectiblemente se precipitan quienes, carentes de principios, llegan a la política movidos por la ambición personal.
Fajardo entró en la política con lo que desde Aristóteles se considera el discurso típico del demagogo: la condena airada de la corrupción. Inicialmente, mientras se nutrió de las ideas de algunos amigos, la gente creyó que había en su ideario político algo más que la machacona insistencia en aquello de “nunca me he robado un peso”; pero con el paso del tiempo se fue haciendo evidente su vacuidad y muchos de sus amigos de las primeras horas se fueron apartando. También se apartaron los electores de Medellín y Antioquia: sus candidatos en las pasadas elecciones locales hicieron el ridículo.
En su errática trayectoria de trepador de la política, Fajardo se ha arrimado a los árboles de buen sombrío. Al igual que todos los oportunistas de Colombia, en un momento dado fue “uribista”, escribiendo sobre el gobernador Uribe Vélez algunos párrafos que ameritan figurar en la antología universal de la lambonería. Probablemente, su odio contra el expresidente provenga, como el de muchos otros, de no haber visto premiada su actitud genuflexa con un cargo ministerial.
Tampoco Santos, a quien apoyó con delirio, apreció sus excelsas calidades de estadista de talla ministerial, que había puesto en evidencia en su paso por la Gobernación de Antioquia, dejando al departamento al borde de la quiebra con una nefasta operación financiera que hoy trata de justificar convirtiendo la ignorancia en virtud.
Carlos Gaviria lo trató con desprecio al decirle que no se puede pretender dirigir un país sin los principios de los que puede prescindirse para barrer las calles o cambiar las luminarias de una ciudad de la que se es alcalde.
Buscando algo de soporte ideológico y deslumbrado, quizás, por el rancio proteccionismo cepalino, se acercó al senador marxista-leninista-maoísta Jorge Enrique Robledo, un enemigo declarado de la libertad comercial y favorecedor, en consecuencia, de capitalistas incapaces de competir y de terratenientes rentistas.
La reliquia del “nuevo liberalismo”, el senador Iván Marulanda, a quien Fajardo sacó del limbo político, emprendió su propia aventura presidencial por creer, no sin razón, que en su cacumen hay más ideas para dirigir un país que las que anidan en el flaco magín del matemático enredado en las tramposas ecuaciones de la política politiquera.
Su publicitada “coalición de la esperanza” – integrada por dos oportunistas políticos de todas las horas, un pobre huerfanito que lleva décadas viviendo del cadáver de su papá y un marxista-leninista-maoísta trasnochado – naufraga en un piélago de incoherencias, que se sintetizan en la posición asumida frente a los violentos desórdenes que agobian el País: “Bloqueos sí, pero no muy prolongados”.
Ahora Fajardo busca hacerse perdonar de Petro quien lo responsabiliza de su derrota en la segunda vuelta en las presidenciales de 2018. Si Petro llegara a ganar en 2022, cosa que no sucederá, con su mísero 6%, tal vez Fajardo pueda aspirar al ministerio de la eterna juventud y el deporte, poca cosa frente a su vergonzosa claudicación moral.
Las diferencias con un personaje como Petro, más que políticas, son de orden ético y moral y alguien que, como Fajardo, se proclama adalid de la decencia no puede ignorarlas. Petro recurrió a las armas como medio de lucha política contra un estado democrático. El movimiento al que perteneció asesinó, asaltó, robó, secuestró e incendió para llegar al poder. Hoy Petro alienta la violencia y el vandalismo como método de acción política. Petro apoya regímenes totalitarios y liberticidas como los de Cuba y Venezuela y su proyecto político es la implantación en Colombia de ese tipo de dictaduras. A Petro no lo puede apoyar ningún político que se precie de ser decente.
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