El paro: razones y sinrazones

La víspera, líderes de la oposición ya lo habían anunciado: lo que comenzó el 28 de abril no sería una marcha; sería, y es, un paro nacional que no se ha detenido. Lo que hace cuatro días inició como la protesta pacífica de miles de personas en las calles y plazas de Colombia para expresar sus malestares a pesar de las advertencias por el tercer pico de contagios de COVID-19, degeneró en ataques contra ciudadanos e integrantes de la Fuerza Pública, destrucción de bienes públicos y privados, el bloqueo de vías, el sabotaje de sistemas de transporte masivo; caos y violencia vistos por todos. Asesinado a puñaladas el Capitán Jesús Alberto Solano, Jefe de la SIJIN en Soacha. Varios muertos en diferentes partes del país; las circunstancias y el número exacto, como es usual, son discutidos (solo en Cali, ONGs y congresistas de oposición sostienen que entre 7 y 14 personas perdieron la vida por acción del ESMAD, en tanto que el Ministerio de Defensa confirma apenas un fallecimiento). Casi veinte periodistas agredidos y decenas de manifestantes y policías heridos -56 civiles y 10 uniformados en Bogotá, cinco oficiales atacados con fuego en Pasto, guarismos parecidos en otros lugares. Docenas de capturas, algunas declaradas ilegales. El metro de Medellín en llamas, el MIO de Cali en llamas, el Transmilenio bogotano en llamas. Un senador frente a las cámaras “liberando” a unos muchachos de una patrulla (¡ah, qué imagen!). Piedras, cócteles Molotov y papas-bomba lanzados a lo largo y ancho de Colombia contra vehículos oficiales, bancos, sedes de medios de comunicación, establecimientos de comercio, fondos de pensiones, un peaje. Amenazados el puerto de Buenaventura y la Gobernación del Valle. Gente que sueña con una “revolución” y cree seriamente que aquí tenemos una “dictadura”. En la memoria, la voz de una mujer tratando de detener a unos encapuchados diciendo “¡aquí hay personas, aquí hay personas!”. Y, mientras escribo, se escuchan el ruido de las sirenas y un helicóptero vigilante y llegan historias de disturbios en los alrededores de La Alpujarra: sigue el paro y reina la confusión.

Es un error creer que la causa de este levantamiento social es la propuesta de reforma tributaria, ambiciosa iniciativa que iba a corregir injusticias y que desde el principio el Gobierno debió llamar por su nombre, en lugar de apelar a eufemismos que han servido a sus contradictores, especialmente a los más radicales, para atizar el fuego. Contenida en un documento de casi 200 páginas poco leído, pero sobre el cual todos opinaron, la tributaria ha sido un florero de Llorente, una manzana de la discordia para exacerbar ánimos y profundizar divisiones ya existentes.

En efecto, en las marchas que arrancaron el miércoles ha habido todo tipo de reclamos. Reclamos por los asesinatos equivocada e injustamente atribuidos al Estado por incendiarios profesionales (según Indepaz, en Antioquia, el departamento con más víctimas, 26 personas han sido asesinadas en lo que va de 2021). Reclamos por el supuesto incumplimiento por parte del Gobierno del acuerdo Santos-FARC. Reclamos de FECODE, influyente sindicato de trabajadores de la educación que, para que se acojan sus peticiones, se ha opuesto a las clases presenciales: la acción sindical sacrificando los derechos de los niños. Reclamos por la corrupción, mal que he rechazado en estas páginas pero que no es el origen de todas las desgracias nacionales. Reclamos contra la Fuerza Pública, pintada por utópicos irracionales y románticos de la violencia como un cuerpo opresivo de violadores sistemáticos de los derechos humanos. Reclamos contra la economía extractiva y la clase política tradicional. Reclamos porque muchos pasan hambre y necesidades. Reclamos contra la Ley 100 de 1993, que universalizó el acceso a salud pero que para unos simboliza la “mercantilización” de los servicios médicos. Reclamos contra los tratados de libre comercio y la intención de regular las plataformas digitales de transporte. Reclamos contra el machismo y el “racismo estructural”. Y reclamos por los derechos de los animales, de los LGBTQ y todos los vulnerables, por la naturaleza o “Pacha Mama”.

La ocasión parece el momento prerrevolucionario soñado por muchos. Mientras el paro avanza en este Día Internacional del Trabajo, Colombia ha batido récords de muertes diarias por Covid-19 (rondan las 500) y se ha enterado que la pobreza pasó del 35.7% de la población, en 2019, al 42.5% en 2020 -3.5 millones de nuevos pobres, cifra que, según el DANE, pudo ser peor: las medidas sociales del Gobierno salvaron a 1.7 millones de colombianos de correr igual suerte-, reflejando fielmente la caída de nuestro Producto Interno Bruto de 6.8% (perdimos 70 billones de pesos) y la crisis general de la economía mundial, la peor desde la Gran Depresión inaugurada el Martes Negro de 1929. Los pirómanos saben que para prender la mecha es necesario denunciar la crisis profundizándola, pedir al Gobierno lo imposible sabiendo que en sus manos solo está lo posible, poner a prueba al Estado llevándolo al límite para obligarlo a usar la fuerza a fin de mantener el orden público y luego acusarlo de atentar contra la vida democrática. Toda revolución requiere una imagen que la inmortalice, la ideal es el acto heroico del mártir (¿la del senador?).

Es cierto que la enfermedad y la crisis económica agobian a muchos compatriotas. Es cierto que esas dificultades tienen que ser solucionadas generando más y mejores puestos de trabajo (2020 terminó con un desempleo promedio de 15,9%) y que es urgente fortalecer y financiar la oferta social del Estado. Es cierto que Colombia merece vivir mejor. Pero agitar el descontento de parte de la sociedad con exageraciones y mentiras, como lo han hecho líderes políticos y periodistas militantes, a sabiendas que eso activará la violencia, es inmoral. Puedo comprender que los papeles de Robin Hood o Che Guevara son atractivos. Puedo comprender que la convicción de que se lucha contra la injusticia y se destapa la corrupción animan al comunicador ansioso de reconocimiento o al político afanado por votos a divulgar información no contrastada. Y puedo comprender que el complejo de salvador venga acompañado de soberbia y parcialidad que llevan a atacar al contradictor político sin fundamento, así como a excusar a los copartidarios o callar sobre sus actos indebidos cuando hay motivos para la denuncia. Pero que las bajezas humanas sean comprensibles, no significa que sean justificables. Saber que la cordura es un arte esquivo no implica disculpar la indecencia.

Protestar pública y pacíficamente es un derecho humano internacionalmente reconocido que debe ser respetado por cualquier persona que se considere demócrata. Hacer reclamos al Gobierno es legítimo, necesario para corregir la gestión pública. Criticar, debatir, discrepar con las autoridades es un derecho. Las libertades de expresión y de prensa son valores democráticos (la censura, como la de Twitter a Álvaro Uribe, quien solo recordó un derecho humano y una obligación de los soldados y policías, es inaceptable). Mas con la misma vehemencia que adhiero a este principio no olvido el derecho humano a “recibir información veraz e imparcial” y sostengo que los demócratas, quienes creemos en cambios graduales basados en la conversación, no en transformaciones abruptas jalonadas por la violencia en nombre de una sociedad ideal, debemos denunciar abusos de los derechos que se convierten en delincuencia y contribuir a establecer un diálogo civilizado.

Reiterando que el paro tiene raíces más profundas (y profundidad no significa razón), con el anuncio del Presidente Duque de presentar una nueva propuesta de reforma tributaria, necesaria para sostener la oferta social del Estado y la inversión generadora de bienestar, los ánimos deberían calmarse y la racionalidad debería imponerse. Si sustituimos los gritos y las agresiones por la argumentación, en vez de llegar a conclusiones sin mirar los datos -los desconectados de la realidad son los que piden más subsidios sin inquietarse por su financiación – quizá podamos debatir y alcanzar un acuerdo nacional después de leer el texto. Líderes, autoridades, periodistas, académicos y toda la ciudadanía tenemos una responsabilidad: facilitar el entendimiento que debe concretarse en el Congreso de la República.

Como escribió Karl Popper, quien ha hecho la denuncia más valiente del totalitarismo antiguo y moderno, el que parece inspirar a los extremistas e intransigentes radicales antisistema que están en las marchas y justifican la violencia (aclaro: no son todos ni son la mayoría), “siempre existirá la posibilidad de llegar a una transacción razonable […] de alcanzar mejoras mediante métodos democráticos”. La ejecución de un programa social requiere el empleo de la razón, no la pasión y la violencia que se nutre de rabia, y la paciencia que exige la vida en democracia: la que enseña que para dirigir una nación primero hay que ganar las elecciones y que, mientras llegan los siguientes comicios, los perdedores deben honrar la decisión ciudadana aceptando el juicio de los votos y esperar su próxima oportunidad en la competencia por la transferencia pacífica del poder.

Miguel Ángel González Ocampo

Abogado del Servicio Exterior de Colombia - diplomático de carrera.

Mis opiniones no comprometen a entidades públicas o privadas.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.