“Contrarrestar la tiranía y el asedio populista producto de economías frágiles, sistemas políticos inestables o ideologías totalitarias que aún yacen en la cultura, es una de las más grandes prioridades que tenemos hoy como humanidad”.
En la política como en la vida todas las fuerzas se equilibran. La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca de los Estados Unidos representa, ojalá más práctica que simbólicamente, el triunfo de la libertad, la razón, la ciencia, el humanismo y la igualdad de todos los seres humanos; valores propios de la democracia occidental, que con toda y sus imperfecciones, nos ha permitido resistir a los autoritarismos y a las perversiones a las que puede dar lugar la arbitrariedad del poder que se ejerce sin apego a la ley, a la moral pública y a la razón práctica.
Desde su postulación como candidato a la presidencia de los Estados Unidos en el 2015, Donald Trump comenzó a persistir en un discurso impregnado de racismo, nacionalismo, misoginia, populismo, antiestablecimiento y negación a la ciencia, la lógica, la racionalidad y la legalidad internacional. Más que calar entre algunos sectores de la población norteamericana, lo que hizo fue exacerbar y sintonizar con ese tipo de sentimientos que ya existían en muchos ciudadanos. Los mismos que en su momento sintonizaron con el nazismo, el estalinismo y otras ideas totalitarias de abierta negación a la dignidad humana.
Una encuesta realizada por el Public Religion Research Institute (PRRI) reveló que las opiniones antiinmigración y los miedos culturales fueron “factores más potentes que las preocupaciones de cariz económico como predictores del apoyo a Trump entre votantes blancos de clase trabajadora”. Sin embargo, entre los factores económicos que sí estaban correlacionados con el apoyo a Trump se encontró el hecho de vivir en localidades estancadas y aisladas de la economía global.
El ascenso de Biden al poder no extingue de manera automática las llamas de ideologías violentas que intentan debilitar, e incluso destruir, el sistema de valores democráticos en el que hemos venido insistiendo por medio de una educación y una cultura pública que ponga al ser humano en el centro de las agendas del poder. Tampoco el esfuerzo libertario en el mundo puede recaer exclusivamente sobre un líder internacional, un Estado o una región. En la defensa de lo que nos hace mejores, debemos comprometernos todos.
Pero fortalecer la democracia no puede ser simplemente un discurso bonito. Esta tarea debe ir de la mano de la reactivación económica, del cumplimiento de las metas de desarrollo sostenible, de la reducción de la pobreza y las desigualdades, de las garantías reales para la participación ciudadana y de proyectos educativos enfocados en capacidades como el pensamiento crítico, la consciencia ciudadana y el amor cívico.
Las personas deben sentirse representadas por sus instituciones y percibir que su calidad de vida mejora cada vez más. El apego a la institucionalidad democrática debe ser genuino y no forzado. Contrarrestar la tiranía y el asedio populista producto de economías frágiles, sistemas políticos inestables o ideologías totalitarias que aún yacen en la cultura, es una de las más grandes prioridades que tenemos hoy como humanidad.
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