En su famosísimo ensayo ‘El malestar en la cultura’, Freud explica que el ser humano está lejos de ser manso e indefenso: entre sus pulsiones dispone de un buen grado de agresividad. Constantemente nos vemos impelidos a satisfacer esa agresividad atacando al prójimo. Evidentemente, para que eso no suceda, la cultura suele ponernos límites. Para Freud, sin embargo, esto resulta muy difícil. Es muy problemático renunciar a nuestra inclinación agresiva porque no se siente bien hacerlo. Es preciso redirigirla hacia quienes no pertenecen a nuestra cultura, país o religión, de modo que la comunidad propia no sea víctima (o la víctima única) de la agresividad de sus miembros. En otras palabras, para que la agresividad no se dirija completamente hacia nuestra comunidad, es preciso redirigirla hacia afuera. Para que nos liguemos en Amor a los nuestros, otros deben quedar por fuera mediante el Odio.
Lo anterior explica por qué comunidades vecinas y extremadamente parecidas son tan hostiles entre sí. Para que puedan mantener cierto nivel de estabilidad en su interior, es preciso que proyecten su agresividad al exterior y—más gravemente incluso—a quienes perciben como foráneos en su interior. Estos últimos asumen el rol del Otro que roba nuestro goce y que, por ende, merece nuestro odio. Para ilustrar esto, Freud señala que a pesar de que los judíos han tenido méritos de sobra entre los pueblos que los han hospedado, resultan siempre el chivo expiatorio de todas las desgracias que sufren los gentiles. Ninguna matanza de judíos, sin embargo, ha conseguido una mayor armonía social. Sin los judíos la agresividad simplemente se redirige hacia otra parte. Freud pone otro ejemplo: la Rusia comunista que pretendía conseguir la armonía entre los seres humanos solo podía conseguir el respaldo psicológico de la población mediante la exclusión y el odio al burgués. Para ponerlo en pocas palabras, una comunidad política necesita de un enemigo al cual dirigir una agresividad que de otro modo se enfocaría en la comunidad política misma.
Por supuesto, necesitamos excusas que justifiquen nuestra agresividad hacia el inmigrante o el extranjero. Aquí entra el narcisismo de las pequeñas diferencias. Si los colombianos y venezolanos somos muy parecidos (tenemos dietas similares, costumbres similares, acentos similares, gustos musicales similares, idiomas iguales, una historia compartida, etc.) es preciso que nos enfoquemos en pequeñas diferencias que justifiquen nuestra agresividad. A pesar de toda la propaganda nazi contra los judíos, lo cierto es que muchos judíos alemanes estaban tan bien adaptados a la cultura de su país que habían adoptado el protestantismo, se habían mezclado con alemanes y muchas veces eran físicamente indistinguibles de los alemanes. Seguramente había judíos más rubios y más altos (i.e., más “arios”) que la cúpula nazi. Si se les obligaba a llevar un distintivo es justamente porque eran más parecidos a los alemanes de lo que un nazi podía tolerar (¿no sucede lo mismo entre los hinchas de distintos equipos de fútbol? ¿Acaso no llevan distintivos justo porque de otro modo no habría forma de diferenciarse y manifestar su odio?). Había que concentrarse entonces en pequeñas diferencias que justificasen el odio hacia ellos.
Resulta obvio que se exageran y a veces se inventan nuestras diferencias para justificar la agresividad hacia el otro. El venezolano termina siendo perezoso, recostado, vago e ignorante, mientras el colombiano es trabajador y virtuoso a su lado. Lo curioso es que hasta hace un par de décadas muchos venezolanos opinaban exactamente eso de los colombianos que inmigraban a Venezuela, es decir, pensaban que nosotros éramos perezosos, ignorantes, etc. Quizá compartimos ese miedo sobre nosotros mismos y lo proyectamos en el otro. ¡Así de parecidos somos! De pronto los venezolanos y colombianos tememos ser perezosos e ignorantes, de modo que proyectamos lo que no queremos aceptar sobre nosotros en quienes más se nos parecen. En efecto, ¿no son precisamente los ciudadanos de nuestro país hermano quienes más sufren la proyección de nuestros miedos? Aquí tenemos una de las variaciones lacanianas de la fórmula del deseo: el deseo es el deseo del Otro, en el sentido de que el deseo que adscribimos al otro es nuestro propio deseo (en forma de miedo) inconsciente.
Lo anterior, sin embargo, no significa que debamos volvernos absolutamente pesimistas. El naricisismo de las pequeñas diferencias se manifiesta entre los países nórdicos en rivalidades deportivas, chistes y prejuicios más o menos tontos que no alteran nada el bienestar de sus habitantes (los noruegos, por ejemplo, tienen fama de bobos entre los suecos). En efecto, siempre y cuando el narcisismo se exprese en la forma de chistes inocuos y partidos de fútbol perfectamente pacíficos, no tenemos nada que temer. Esas son salidas válidas (¿civilizadas?) de una agresividad que, de acuerdo a Freud, es ineludible. El problema es cuando se instrumentaliza por parte de políticos que son capaces de convertir a un grupo poblacional en la causa de los problemas del país (de nuevo: en el Otro que roba nuestro goce). Allí sí corremos el riesgo de la barbarie que hemos visto en EEUU y sus centros de detención, por ejemplo. O como ya se ha visto, en el caso de los nazis y los judíos. Y también de la señora que en un vídeo insulta a los venezolanos con un odio que sería incomprensible sino fuese por el hecho de que obviamente cree que roban su goce. Hasta ahora no nos hemos tenido que cuidar mucho de la instrumentalización política de los venezolanos, pero debemos estar en guardia para que eso no suceda.
Vía: Socrático
[…] ◉ Para lectura completa pulse ➦Aquí […]