Entre nosotros la democracia se ha consolidado como la mejor forma de gobierno o la menos dañina para la comunidad política, dependiendo de la forma con que se quiera entender. Son muchas las bondades que se asocian con la democracia, ya que, son los países que cuentan con este sistema de gobierno donde se le tienden a reconocer y garantizar a los individuos una mayor cantidad de derechos. Además, el ejercicio de la democracia nos faculta para tener una visión más amplia de la realidad y de las problemáticas sociales, en ella hay espacio para que todas las voces puedan ser expresadas y escuchadas; precisamente, esto es lo que permite la puesta en marcha de proyectos que nos favorezcan a todos. Como si fuera poco, es la institucionalidad democrática la que evita que algunos gobernantes se adueñen de todo el aparataje estatal para buscar su beneficio personal y perpetuarse en el poder.
No obstante, las recientes elecciones presidenciales en los Estados Unidos han puesto en evidencia las falencias y el desgaste que afronta el sistema democrático contemporáneo. Cada vez son más los ciudadanos que muestran su desencanto frente a este modelo, ya que no parece representarlos ni responde a sus necesidades más elementales, su confianza está resquebrajada. Es evidente que existe una falta de representación política, podemos ver como las contiendas electorales no suelen mostrar rostros y propuestas nuevas. Lo anterior se ve agravado por la desconfianza generalizada sobre el funcionamiento de las instituciones públicas, derivada de los actos de corrupción cometidos por algunos de sus funcionarios. Este panorama es muy peligroso, pues es el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de autócratas que aprovechándose del hastío generalizado se hacen elegir con discursos demagógicos y propuestas irrealizables, así resulta siendo peor el remedio que la enfermedad.
El ejemplo estadounidense es perfecto, presenciamos una disputa entre dos hombres septuagenarios, blancos y ricos, ambos representantes de los dos partidos que siempre han gobernado a los Estados Unidos; en un sistema electoral anacrónico, desigual, descoordinado y lento; con una campaña llena de controversias, mentiras, acusaciones personales, amenazas de fraude o utilizando un anglicismo: fake news. Ya desde la campaña del 2016 y a lo largo de toda su presidencia, Donald Trump negó ser un político y desvirtuó desde el primer día el sistema electoral por el que salió elegido y por el cual quería reelegirse; en sus discursos, ampliamente cubiertos por los medios de comunicación, utilizó un lenguaje peligrosamente incendiario, tomó los prejuicios existentes contra ciertos grupos sociales y los maximizó, dividiendo la sociedad norteamericana, colocándolos a unos contra otros. Sin duda, todo esto, sumado al pésimo manejo de la pandemia, terminó por pasarle la cuenta de cuenta Trump y permitió el triunfo de Joe Biden en estas elecciones.
Claramente, no podemos reducir la democracia al hecho de depositar un voto en una urna cada cuatro años; pero, tampoco podemos negar que las votaciones son una parte fundamental del sistema democrático. En ellas el pueblo eligen bajo que principios quieren que se gobierne su país y legitima a las instituciones que se encarga de articular los intereses comunes, poner en marcha las políticas concretas y dirimir los conflictos que esto pueda ocasionar. Así pues, los votos permiten que se lleguen a consensos y evitan que intereses particulares se pongan por encima de los colectivos, de allí la importancia de la participación. Hay votaciones que pueden aislar a un país, como las del “Brexit; negar el derecho a vivir de todo un país, como el triunfo del no en el plebiscito por la paz o elegir a tiranuelos como Jair Bolsonaro o Nicolás Maduro. Sin embargo, es también el voto popular lo que permitió que luego de meses de protestas, en un plebiscito históricos, Chile haya optado por convocar a una nueva asamblea constituyente; que a Bolivia volviese la democracia con la elección de Luis Arce y que unas reñidas mayorías escogiesen en Estados Unidos a Joe Biden como presidente.
Entonces, si me preguntan, ¿cuál es el voto valido? Contestaría: el que se hace a conciencia. En pleno siglo XXI no es concebible una democracia que sea funcional a la demagogia, por ello, para garantizar que la ciudadanía elija bien, las votaciones deben ser precedidas y acompañadas por una educación que cultive el espíritu crítico de todos para que logren comprender, analizar y decir racionalmente, anteponiéndose a sus pasiones y prejuicios. El pueblo tiene que ser una comunidad consciente, esto significa que es capaz de adoptar seriamente principios morales y que únicamente tome decisiones en función de esos principios, después de haber entrado en un proceso serio, abierto y plural de reflexión y deliberación de las posibles alternativas a elegir y de sus respectivas consecuencias. En ultimas, es la democracia la única que hasta ahora ha promovido un desarrollo humano integral, más que cualquier otra alternativa factible; solía decir Winston Churchill que “la democracia es el peor de los sistemas, con excepción de todos los demás”.
Comentar