Casi todos autores de libros de historia del pensamiento económico enseñan que Adam Smith es el padre de la economía y la mayoría de los economistas comparten esa creencia. Murray Rothbard, quien otorga la distinción al gran Richard Cantillon, es la excepción. Pero todos, incluido Rothbard, están equivocados: el padre de la economía es Thomas Hobbes, como hace años lo señalara acertadamente Bertrand de Jouvenel:
“Salta a la vista que Hobbes es el filósofo de la economía política. Su concepción del hombre es idéntica a la del homo oeconomicus”[1]
Sin una idea abstracta y general del hombre – el homo oeconomicus – la economía no podía aspirar a ser una ciencia teórica capaz de enunciar proposiciones de carácter general válidas para el hombre de ayer, de hoy y de mañana, de cualquier raza o nacionalidad, viviendo en sociedad o aislado, como Robinson Crusoe.
Incluso Marx, quien condenó lo que llamara las “robinsonadas” de los economistas de su época, la acepta, pero limitando su validez al “modo de producción capitalista”. Marx creía a pie juntillas la fábula de Rousseau según la cual el hombre nace “bueno y altruista” pero la sociedad lo convierte en “malo y egoísta”. Esta creencia es la que hace tan peligrosos a los seguidores de Marx, que en el fondo lo son de Rousseau, quienes una vez instalados en el poder se empeñan “liberar” a la gente de la “ideología burguesa” para hacer que resurja el “buen salvaje” que se supone todos somos en lo más profundo de nuestro ser.
Volvamos a Hobbes. En la breve introducción al Leviatán, puede leerse este poderoso enunciado:
“…por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y las pasiones de otro, quien se mire a si mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc., y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres: deseo, temor, esperanza, etc., y no a la semejanza entre los objetos de las pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etc.”[2]
Hobbes era consciente de su gran descubrimiento sobre el cual construye su soberbia teoría del estado y la política:
“Quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en sí mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya expuesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura, los demás no tendrán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones. Porque este género de doctrina no admite otra demostración”[3]
Y después se deja venir con la primera parte del Leviatán, titulada “Del hombre”, la más portentosa reflexión sobre la naturaleza humana que se haya escrito nunca. Si en mis manos estuviera, haría obligatoria la lectura de “Del hombre” en todas las escuelas de economía. Incluso, en todas las escuelas de cualquier disciplina.
El punto de partida de Smith es el mismo que el de Hobbes: una ficción teórica denominada “estado de naturaleza”. Smith se refiere a ella como “el estado primitivo y rudo de la sociedad, que precede a la acumulación de capital y a la apropiación de la tierra”[4]. Hobbes, por su parte, habla de “el estado meramente natural o antes de que los hombres se vinculasen mutuamente por pacto alguno”[5].
Aunque Adam Smith tenía de la naturaleza humana una visión mucho más amable que la más bien sombría de Hobbes[6], los salvajes de uno y otro son el mismo hombre, que se mueve por su propio interés y el de las personas que ama. Sin embargo, los cazadores y pescadores de Smith, llevados por una propensión natural, descubren el intercambio; mientras que los rudos personajes de Hobbes, más inclinados a la violencia[7], descubren el pacto que da origen a la sociedad civil.
Hobbes escribe más de cien años antes que Smith. Sus ideas económicas propiamente dichas están expuestas en el capítulo XXIV de la segunda parte del Leviatán titulado “De la nutrición y preparación de un Estado”. Nada más ajeno al liberalismo económico de Smith que lo expuesto en esas pocas páginas. Allí todo depende del estado: la distribución de tierras: “el soberano asigna a cada uno una porción”; los intercambios: “lo relativo a determinar en qué lugares y con qué mercancías puede traficar el súbdito con el exterior es asunto que compete al soberano”; el valor de la moneda: “la moneda legal puede ser fácilmente elevada de valor (…) muchas veces en perjuicio de quienes la posean”[8].
Como quiera que Hobbes no tuvo el privilegio de haber leído a Smith, no hay que juzgar con excesiva severidad sus primitivas ideas económicas – mercantilismo, cartalismo, etc. – pero hay que lamentarse de que aún pululen en la mente de muchos políticos y no pocos economistas. Naturalmente, Hobbes no es responsable de ello y eso en nada menoscaba su derecho a ser proclamado como el padre de la economía política. Pero, a quien le resulte enojoso renunciar a la paternidad de Smith, puede dejar a Hobbes como bondadoso abuelo.
Bibliografía:
De Jouvenel, Bertrand (2000). La soberanía. Editorial Comares, Granada-España, 2000.
Hobbes, Thomas (1640, 1993). El ciudadano. Editorial Debate S.A. Madrid, 1993.
Hobbes, Thomas (1651, 1990). Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. Fondo de Cultura Económica, México, 1990.
Smith, Adam (1759, 1997). La teoría de los sentimientos morales. Alianza Editorial, Madrid, 1997.
Smith, Adam (1776, 1979). Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”. Fondo de Cultura Económica, México, 1979.
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