Con el reciente y repudiable caso de los siete militares que accedieron sexualmente a una menor de edad indígena, ya va siendo hora de que nos preguntemos si se trata de unas simples y aisladas “manzanas podridas” o si, como ocurre naturalmente, gran parte del árbol está podrido. Es momento de que aquellos que aplauden ciegamente a los militares y policías como “héroes” sólo por portar distintivos oficiales y, además, niegan de facto toda acusación que se haga contra las fuerzas del Estado por tildarlo de “mamerto” o de moral selectiva al “no acusar a las Farc de lo mismo”; acepten lo que es evidente ante sus ojos: que estamos ante unas instituciones que necesitan ser refundadas en su totalidad.
Siempre me he considerado una persona reflexiva y eso me llevó a preguntarme muchas veces qué era lo que hacía llamar “héroes” a los policías o militares. Claro, recordaremos que hace años había una batalla muy fuerte contra el narcotráfico (aunque sin mencionar los evidentes nexos que tiene la policía y el ejército con el narcotráfico) y, hemos de suponer siempre, hay oficiales que valen la pena y comprenden que el papel de un policía o de un militar es servir al pueblo, no viceversa. Ese nado contra la marea de esos cuantos oficiales sería, entonces, una aguja en el pajar: no sé ustedes, pero policías como Ángel Zúñiga, quien se negó a hacer el desalojo de una familia asentada rural en Cali, son mis verdaderos héroes.
Sin embargo, creo que muchos nos hemos cuestionado realmente si todos los otros merecen catalogarse como “héroes nacionales”, dado que en ellos pesan tantas denuncias y escándalos de todo tipo. Al final nos damos cuenta que esa apología a la “patria” y al “honor” son meras fachadas de obediencia en un Gobierno que usa y promulga en sus fuerzas armadas una violencia selectiva contra la gente que debería defender: contra indígenas, contra pobres, contra campesinos, contra niños reclutados, contra mujeres, contra sindicalistas, contra líderes sociales, contra opositores, contra periodistas y así.
Esa apología a la “autoridad” que toda fuerza del Estado debería inspirar termina convirtiéndose en un temor, y más que fundado: si la policía y el ejército violan, asesinan, trafican, desplazan, son cómplices, corruptos, buscan pleito, censuran y son poco estudiados en derechos; ¿Quién nos va realmente a proteger? ¿Cuál es ese “enemigo social” del que nos quieren defender? Porque al estar haciendo todo eso y con el historial tan nefasto que como institución tienen, el verdadero enemigo que parecen tener es el pueblo marginado y a quien buscan defender es a una élite política y económica.
Por supuesto, no olviden que las fuerzas militares deben existir para proteger la soberanía nacional y que la policía debe existir para impartir un orden justo y servir al ciudadano. Más en un país tan violento como Colombia, es necesario que se restablezca una paz más que necesaria. Pero para eso se requieren muchos cambios estructurales y, uno de ellos, es dejar de pensar que las fuerzas del Estado son gloriosas sólo por portar distintivos y que todos los que cometen delitos (que son muchísimos e impunes, además) son meras manzanas aisladas. En tierra de ciegos, el tuerto es rey.
A veces es necesario simplemente aceptar que el actuar sistemático de individuos en una institución la manchan por completo, así haya gente honrada, y proceder a una transformación completa. A veces, es necesario cambiar el carro viejo y contaminante por uno nuevo y eléctrico, en vez de estarle arreglando cada cosa que sale mal. Sólo en ese momento de respeto a los derechos de todos los colombianos es que podremos decir, a mucho honor, que son “héroes”. Mientras tanto, seguirán siendo cómplices y victimarios de este absurdo conflicto colombiano que no podemos olvidar jamás.
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