Entre las mejores sensaciones que albergo de los primeros años de mi travesía están, sin dudarlo, aquellos mano a mano de Dominguín y Ordoñez en el albero de Manizales. Para entonces los toros fueron toros de verdad, trapío y acometida huracanada y los toreros eran diestros artistas y valientes. No volví a las corridas, no porque esté en la moda anti taurina, sino porque el espectáculo decayó a extremos que no soporto comparar.
Me refiero más bien a los torrentes de sangre que ofrendan los soldados de la Patria antes de llegar al cielo de la mano de Miguel y Rafael Arcángeles y a las cascadas de ron añejo que brotan de los barriles habaneros para saciar a los facinerosos de las FARC, a Tania y las demás jineteras que celebran cada vez que los héroes caen en emboscada aleve. ¡Ay Dios, misericordia para los caídos!
Ejercer violencia a mansalva y sobre seguro constituye cobardía elevada a la enésima potencia y demuestra el grado de degeneración que han alcanzado las guerrillas castro comunistas, por cuya causa reclaman impunidad, sitiales de honor en el Congreso y mil Cruces de Boyacá.
Veintiún soldados caídos y el presidente Santos acto seguido proclama altisonante que se la juega por la paz, como si preciso no fuera él el comandante supremo de las Fuerzas Militares o, ¿acaso, ya declinó la comandancia en el “comandante Timochenko” y se lo tiene bien guardado de espaldas a la Nación? ¡Divino Rostro, ya de Santos todo cabe esperar!
Lamento no haber ingresado a la Escuela Militar, como alguna vez lo quise, porque mínimo habría llegado a jefe de las Fuerzas Militares y como tal le habría cobrado al presidente sus continuas felonías con las tropas que, siendo de la República, son las guardianas de la Democracia y del pueblo y no de unas instituciones mancilladas por el insensato mandatario.
Y a mí que me monten un sainete judicial, pero sostengo que hay presidentes que merecen ruidos certeros de sables que los pongan de patitas al exilio. Por un tiempo más me resistiré a creer que nuestros generales estén vestidos de faldas escocesas o que hagan sentados las dos necesidades. ¡San Cotolengo, no hay con quién!
Tiros de muerte sonaron
en el Arauca y el Caquetá,
veintiún soldados cayeron
a merced de los guerrilleros.
Mientras su sangre corría,
En La Habana ron apuraban
aquellos miserables
que los mandaron matar.
Soldados de dura cerviz
piel castigada por el sol,
sin tiempo para el adiós
ascendieron a Dios Creador.
Adiós héroes intrépidos,
juventud campesina viril,
potros enteros valientes,
reivindicaremos su valor.
Y el comandante tahúr
echando manos de póker,
sobre el manto inconsútil
de la Constitución.
No seré poeta, pero se los dejo.
Tiro al aire: un réquiem eternam por los soldados caídos y un Padre Nuestro por la conversión de Juan Manuel Santos.
Comentar