Debido a una dolencia cardíaca que lo aqueja de manera incipiente, Alfonso Reyes comienza a visitar Cuernavaca a partir de 1939, pero lo hace con regular frecuencia desde 1943 hasta 1959, año de su muerte. El escritor neoleonés encuentra en la capital del Estado de Morelos un espacio propicio para el “ocio creador”: en cierta medida aspira a descansar de algunas de sus agobiantes responsabilidades como presidente de El Colegio de México, miembro fundador de El Colegio Nacional, miembro de la Junta de Gobierno de la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro numerario de la Academia Mexicana de la Lengua. Al mismo tiempo que acomete la traducción de la Ilíada, compone la serie de sonetos titulados Homero en Cuernavaca.
Los sonetos se publican por primera vez en Ábside, revista de cultura mexicana que en 1949 es dirigida por Gabriel Méndez Plancarte, quien a propósito del poemario comenta: “Alfonso Reyes nos da lo que sólo un gran humanista puede darnos: ‘una poesía muy antigua y muy moderna’, muy sabia y hasta erudita, pero henchida y vibrante de humanidad; auténticamente helena y genuinamente mexicana”.
Hacia 1952, Reyes vuelve a publicar los poemas, bastante retocados, añadiendo dieciocho nuevas composiciones. Homero en Cuernavaca aparece en la colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica y abarca una treintena de poemas, divididos en tres secciones de diez sonetos cada una. Posteriormente incluye el poemario, con cuidadosos y finales “retoques” en Constancia poética, tomo X de sus Obras completas dado a conocer dieciséis días antes de su muerte.
Es importante tener en cuenta que Reyes calificó de azarosa la presentación de los treinta sonetos e incluso señaló, en el breve prólogo que antecede al poemario: “El orden en que los presento obedece a consideraciones muy largas de explicar y hallo más fácil admitir que es caprichoso”. Sin embargo, la disposición de los poemas no fue tan azarosa como el autor mexicano sugiere.
En la primera sección de Homero en Cuernavaca Reyes incluye sonetos en los que evoca su experiencia de vida en la capital de Morelos, la descripción de algunas escenas de la Ilíada y las respuestas a las posibles lecturas de los críticos contemporáneos de la epopeya griega, como por ejemplo Émile Mireaux, una de las máximas autoridades de los estudios homéricos de la época. En la segunda parte, Reyes conversa con los personajes homéricos, incluso se tutea con ellos, imaginando los motivos de sus acciones: dialoga con Agamemnón, Menelao, Paris, Helena, Briseida, Héctor, Aquiles; e intenta iluminar, a la vez que cuestionar, sus pensamientos, dolores y hazañas; captura la esencia de los personajes más relevantes de la clásica obra. En la tercera sección, Reyes reflexiona sobre su propio aprendizaje como traductor: incorpora enseñanzas y reflexiones sobre su tarea; trata de dilucidar qué lo movió a emprender el gran encargo de transcribir la epopeya griega en 5763 alejandrinos castellanos rimados y pareados casi siempre; adicionalmente, esboza algunas consideraciones familiares y vivenciales relacionadas con ese “ejercicio espiritual” en que se convierte la traducción.
El estudio de Grecia ayuda a Reyes a superar los embates del tiempo. La literatura se sale de los libros y, nutriendo la vida, cumple sus verdaderos fines: opera a modo de curación, de sutil mayéutica. Grecia fue su modelo y su forma de medir el mundo. Al respecto declara en los comentarios de su clásico poema de Ifigenia cruel: “Justificada la afición de Grecia como elemento ponderador de la vida, era como si hubiéramos creado una minúscula Grecia para nuestro uso: más o menos fiel al paradigma, pero Grecia siempre y siempre nuestra. Entonces, ya era dable arriesgarse a sus asuntos sin tono arcaizante, y aun sin buscar compromisos líricos entre lo antiguo y lo moderno”.
En Homero en Cuernavaca los recuerdos de la propia experiencia de Reyes van unidos a los de la creación y traducción; se mezclan de tal manera que resulta difícil, en ocasiones, distinguir entre la vida y obra del autor. En ciertos momentos, los poemas se ocultan detrás de un texto que sólo establece ideas y conceptos abstractos; en otros, lo que propone como una evocación de hechos reales puede ser sencillamente un efecto de la invención literaria. Un buen ejemplo, es su célebre poema: ¡A Cuernavaca!
Je veux lire en trois jours l’Iliade d’Homère. Ronsard
1
A CUERNAVACA voy, dulce retiro,
cuando, por veleidad o desaliento,
cedo al afán de interrumpir el cuento
y dar a mi relato algún respiro.
A Cuernavaca voy, que sólo aspiro
a disfrutar sus auras un momento:
pausa de libertad y esparcimiento
a la breve distancia de un suspiro.
Ni campo ni ciudad, cima ni hondura;
beata soledad, quietud que aplaca
o mansa compañía sin hartura.
Tibieza vegetal donde se hamaca
el ser en filosófica mesura…
¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!
2
NO SÉ si con mi ánimo lo inspiro
o si el reposo se me da de intento.
Sea realidad o fingimiento,
¿a qué me lo pregunto, a qué deliro?
Básteme ya saber, dulce retiro
que solazas mis sienes con tu aliento:
pausa de libertad y esparcimiento
a la breve distancia de un suspiro.
El sosiego y la luz el alma apura
Como vino cordial; trina la urraca
y el laurel de los pájaros murmura;
vuela una nube; un astro se destaca,
y el tiempo mismo se suspende y dura…
¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!