Ni colectivistas ni individualistas, ni capitalistas ni socialistas, ni liberales ni conservadores; la verdadera diferencia entre la política de primer sector (partidos políticos, gobierno e instituciones) y la otra política (grupos, movilizaciones y movimientos sociales) es la de la seriedad y la festividad.
Decía Nietzsche en su fragmento titulado Del leer y escribir en Así habló Zaratustra que “No con la cólera, sino con la risa se mata. ¡Adelante, matemos el espíritu de la pesadez!”.
Históricamente la política de primer sector se ha caracterizado por su seriedad, su solemnidad, su parsimonia y su ridícula autoafirmación en el culto de la elegancia y la exclusión. La seriedad ha sido una herramienta política, y quien lo dude puede intentar poner sus ojos en una alocución presidencial, en un debate legislativo o simplemente en un acartonado banquete de políticos para ver las caras estiradas y el torso erguido de las personas que hablan de “cosas importantes”.
En cambio, los movimientos sociales, esos que luchan para mantener vivas las culturas subalternas, son siempre risueños, coloridos, festivos, irónicos, humorísticos, desafiantes, estéticos, y quien lo dude puede contemplar y vivenciar la sonoridad de las marchas, los ritmos, la marea de cuerpos que se conjuntan para desacralizar a la política de traje, los bailes, las batucadas y la sonrisa imperante.
Pero, ¿por qué una política se construye en la seriedad y la otra en la festividad? La respuesta tiene que ver con la historia y la cultura.
Para entender a los movimientos sociales actuales hay que, como dice Walter Benjamin, pasarle a la historia el cepillo a contrapelo para lograr identificar las distintas herencias cercanas y lejanas que nutren las formas de luchas actuales.
Por ejemplo: el movimientos transfeminista tiene una herencia del feminismo anglosajón, pero también una herencia lejana de los movimientos de inmigrantes del tercer mundo. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional tiene una herencia de lucha de 500 años encarnados en los pueblos originarios del sur de México y también una herencia de lucha citadina de los años 70`s.
La seriedad y la festividad también tienen que ver con el cuerpo y la distancia. En la política de primer sector las distancias son siempre marcadas, nadie se acerca más de lo debido y los protocolos encuadran a los cuerpos en lejanía de las poses. En los movimientos sociales los cuerpos se conjuntan y se apretujan en las concurridas movilizaciones. De tal forma, en la política de primer sector el contacto siempre está sumergido en los marcos de la solemnidad, mientras que en los movimientos sociales los tactos se unen para experimentar mundos sensoriales compartidos.
Ahora, desde el origen del capitalismo, hace 5 siglos, se han ido construyendo, a su vez, legados de rebeliones que se oponen a los grupos dominantes. Entonces tenemos dos tipos de cultura:
Una que busca petrificar la vida para gozar de las asimetrías y las distancias, que busca universales que hagan estático el comportamiento social de dominados y dominantes en pro de los buenos modos y que se vale de la seriedad como arma política.
Contrario a lo anterior, existe otra cultura que nace en la creatividad popular, en el dinamismo de los encuentros, en el carnaval de la horizontalidad y, por supuesto, en poner en suspenso y entredicho el poder de los poderosos y que se vale de la festividad como forma política.
El problema parece ser que, por un movimiento fortuito del capitalismo, la cultura generadora de las clases populares, como diría Bolívar Echeverría, se ha desplazado a la seriedad mundana propia del primer sector. Los que hacen la revuelta popular ahora no ríen.
Cabe aclarar que materialmente las luchas políticas de los movimientos sociales buscan la solución de problemas trascendentales, pero formalmente el camino para llevar a cabo dichas luchas no era el escenario de la seriedad. Hoy los movimientos sociales que se toman las calles para luchar contra las injusticias se anquilosan en una seriedad sin precedentes bajo el discurso de la importancia, de las agendas, los pliegos, la coherencia y la formalidad. Dicha importancia no es más que la artificialidad de los discursos solemnes del primer sector que han invadido a la otra política para neutralizar la experiencia directa que tienen los movimientos sociales de la vida cotidiana.
Tan es así que los ciclos políticos de los nuevos movimientos sociales han terminado en su intitucionalización, en la creación de partidos políticos o en la promoción de caudillos temporales. Esa seriedad tan impropia genera deformaciones conceptuales ya que, como dice el sociólogo mexicano Carlos Antonio Aguirre Rojas, los movimientos sociales no son complementos de la política institucional; son, en el mejor de los sentidos, agentes que ponen en jaque y en ridículo el falso poder de los políticos; son creadores de nuevas formas de organización.
La respuesta está en el Barroco
El filósofo latinoamericano Bolívar Echeverría construyó un aparato conceptual para entender a la modernidad. El aparato mencionado se vale de la reflexión del ethos histórico para pensar el presente; con ello llegó a cuatro tipos de posibilidades de vivir y/o resistir en el capitalismo: el ethos realista, el ethos romántico, el ethos clásico y el ethos barroco.
Lo anterior se puede equiparar al tipo de arte de cada una de las épocas. Mientras que el realismo que fue una corriente dominante en el siglo XIX se caracterizaba por pretender plasmar la realidad tal cual es, el barroco, en cambio, se caracterizaba por deformar la realidad, dramatizarla y buscar las contradicciones para traducirlas a un ejercicio ornamental, extravagante y marcadamente transgresor. Los contornos (la forma) pasaba a un segundo plano y el color en sus combinaciones permitía liberar las simetrías.
El ethos realista se refiere a ese refugio y justificación de lo “real” como inempugnable. El capitalismo es real y no se discute, y la seriedad es necesaria para lograr objetivos políticos, pero digamos que los movimientos sociales, llámense antisistémicos, anticapitalistas o movilizaciones, por su origen son más cercanos al ethos barroco, ya que buscan una redefinición de la realidad teniendo como eje la exageración de las formas, la transgresión de las estructuras y la búsqueda de condiciones emergidas de la imaginación compartida.
El ethos barroco promueve la resistencia a este sacrificio; un rescate de lo concreto que lo reafirma en un segundo grado, en un plano imaginario, en medio de su misma devastación. El mejor ejemplo de la versión “barroca” del ethos moderno es, precisamente, el del arte barroco. Insistiendo en una frase que Adorno escribe sobre la obra de arte barroca –que es una “decoración absoluta”– puede decirse que ella es, más bien, una “puesta en escena absoluta” (Bolívar Echeverría, La clave barroca de la América Latina”.
El retorno al ethos barroco de los movimientos sociales hará que se conjunte lo que ambos buscan: La politización de la estética de la vida cotidiana y un proyecto de modernidad política diferente al propuesto por el capitalismo, es decir, la no institucionalización de las asambleas, la muerte de la seriedad y, por supuesto, el goce del encuentro con la experiencia subalterna. Como dice Baudelaire en Los Paraísos Artificiales, “Habéis arrojado vuestra personalidad a los cuatro vientos del cielo, y ahora se hace difícil recogerla y concentrarla”.