Para pegarse un tiro…

Todos hemos sido desconcertados alguna vez por el desacertado comentario que inocentes profieren algunas personas cuando enfrentan la adversidad: “Estoy para pegarme un tiro con un banano”; con tanta banalidad y ligereza se adorna tan violenta figura, suicidarse.

La presente reflexión, enmarcada en la conmemoración del día internacional del suicidio, 10 de septiembre, lleva taladrándome la conciencia durante varias semanas; ¿Qué se puede decir de alguien que decide quitarse la vida?, ¿Qué se le pude decir a alguien cuyo amigo, familiar o allegado ha decidido saltar al vacío para acabar con su existencia?, pero aún más inquietante y angustiante, ¿Qué se le puede decir a alguien que sabemos sería capaz de hacerlo?…

Pocas veces este tenebroso pensamiento asoma, se considera al suicida como un sujeto anómico, fuera de la moral y los valores; como un desviado, mentalmente enfermo y dispuesto a causarse daño a sí mismo hasta la exhalación final; como un sujeto excepcional allende genialidad o talento, un incomprendido, un inadaptado.

Nada más alejado de la realidad; con la inmediatez que se dispara un proyectil o se deja caer un cuerpo al vacío podemos darnos cuentas que los suicidas han existido y sus motivaciones son tan diversas como los mecanismos que emplean para sus fines; usamos esta ilusión de distancia y extrañeza que nos produce la imagen del suicida para alejarlo de nuestra cotidianidad, para marginarlo a la excepcionalidad de la crónica roja, la generalidad de la estadística o la impersonalidad del que por voluntad propia planifica su muerte.

Con la inmediatez que saltamos de la cama para iniciar un nuevo día, es posible escuchar en la radio una canción interpretada por un suicida o la efeméride de un artista que optó por dejar su obra inconclusa; sin saberlo habitamos cotidianamente por una ciudad que ha sido en cada momento, parte de la escena del crimen en la que todo suicidio se investiga como homicidio, por una incredulidad estandarizada que cuestiona ¿por qué habría de suicidarse el occiso?

No es sino hasta que nos vemos enfrentados a la inefable probabilidad de ver a un ser querido al borde de las ideas y las acciones suicidas que estrepitosamente caemos en negación y, a veces, en una profunda reflexión en torno a la vida y vivencias de quien vemos en peligro por obra de su propia mano; pero esto es más una anomalía estadística pues llana y generalmente el suicida no expresa abiertamente las ideas lúgubres que rondan su psique, las maquilla con el rímel de la aparente calma, de la normalidad y la cotidianidad.

En las semanas que he ocupado en la imaginación y redacción de estas líneas he encontrado testimonios impactantes de esta realidad, como la chica que salió a pasear al perro y encontró en el parque una comunidad aturdida por el hombre que pendía inerte de un árbol; el sujeto que aprovechó un semáforo al sur de la ciudad para postrarse bajo un bus y dejar que la movilidad se hiciera cargo de él; el infante norteamericano que fue tendencia tras quitarse la vida motivado por el abuso escolar.

Nadie es ajeno o inmune al sinsentido, al ritmo estrepitoso de la vida moderna y de los estándares sociales que demandan vidas exitosas y realizadas, haciendo mediciones con la misma vara que nos golpea por no alcanzar ese nebuloso estado de incompleta plenitud, pertenencia o realización.

“Me dieron ganas de colgarme un día cualquiera en la cocina” relataba un cercano contándome que había visto la película Control (2005), basada en la vida, y suicidio, del vocalista de la banda británica Joy Division; Ian Curtis padeció epilepsia y depresión, optó por ingerir a contraindicación su frasco de medicamentos para finalmente terminar ahorcándose en la cocina, su música es aún escuchada en todo el mundo y su imagen respetada; hacemos de los suicidas famosos una oda al desapego por la vida y sacralizamos su memoria ignorando los detonantes y circunstancias que pueden llevar a una persona a tan lamentable final.

Así termina el suicidio, como una de esas cosas de la vida de las que no tomamos conciencia hasta que, por voluntad o casualidad, identificamos como algo tan preocupantemente real y cercano, generalmente tan inevitable e indudablemente trágico.

Esta reflexión termina siendo un llamado a cada persona que repase estas líneas: Hablar abiertamente sobre la problemática que comprende la creciente tasa de suicidios no va a estimular el crecimiento de la misma, pero si puede ayudarnos a tomar más en serio las señales o indicios que los suicidas potenciales dejan discretamente en busca de orientación, compañía o ayuda.

Para tratar un caso grave de pensamientos suicidas no hace falta más que un oído atento y comprensivo, diligente a la hora de reafirmar el valor de la vida, que como decía Mockus “es sagrada”. No es necesario acreditar experiencia psicológica o psiquiátrica pues el principio activo del remedio para quien no haya luz al final del túnel es la empatía, sincera y sin diluir.

 

Camilo Andrés Alba Luque. Sociólogo, Universidad Nacional de Colombia.

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