Hace unos días he tenido la maravillosa oportunidad de salir con mi tía Geca, una de mis familiares más cercanos y queridos. Paseamos durante toda una tarde por el centro de una ciudad que por muchos años ha significado mucho para ella.
Muchas historias, aventuras, tristezas, risas, momentos agradables y desagradables, han sido parte de los muchos escenarios que ha vivido por décadas.
Al navegar en el corazón de la ciudad, se daba cuenta en sus 85 años, que muchas cosas habían cambiado, todas fuera de lugar, todas en un espacio anclado en su mente como parte de un pasado que ya no está.
Aunque había una comparación con un pasado reconocido y conocido, no surgía una interpretación, apenas una admiración.
He visto en ella a una niña pequeña, totalmente abierta a descubrir tantas sensaciones que se presentaban en ese momento y lo expresaba con las ganas de explorarlas. No había un sentido crítico de por qué esto ha cerrado o ya no está aquello, todo lo contrario.
La curiosidad y ese sentido de fluir en lo que hay nuevo, llevaba a expresiones de felicidad con el mismo momento. Parecía que hubiera estado haciendo varios cursos de cómo ser más espiritual y lo estaba aplicando en ese instante. Pero no había allí nada que quisiera hacer, apenas un ser abierto con todo lo que se presentaba.
Una tremenda verdad surgía en ella y que me abrazaba a mí a estar en una total presencia. Éramos uno con ese momento. La risa y payasada surgía en cada paso que dábamos y me percataba que contagiaba quien pasaba cerca de nosotros.
Aunque sea apenas una historia, no deja de tomar una profunda dimensión considerando que ahí apenas hubo una decisión de ser, que nada ha partido de un plan. Y el más común ser humano tomó el papel de mi maestro en ese momento de la vida. Ha surgido con él, un profundo aprendizaje de cómo se vive la vida en total armonía con lo que es ahora. Cada edificio, cada artista en la calle, cada dulce en un mostrador de una pastelería, los colores, el sol, las sombras, el olor a comida, a café, los turistas de muchas nacionalidades, los artistas callejeros, fueran visto como parte de la verdad del momento. Sin juzgar si bien o mal. Miraba el brillo en sus ojos, su caminado rápida, su jugar con los espacios, con la gente, su admiración por cada sonrisa, por el beso de los enamorados.
La entrega a todo lo que surgía era total, a un perro solo, a un gato en una esquina, a un ser sin rumbo tirado en la calle y con una botella vacía de cerveza a su lado, a las joyas en una tienda, era igual, no había diferencia para ella. Su mirada era simplemente amorosa hacia todo lo que se movía y no se movía. No podía encontrar más verdad en aquel momento. Era tanta la alegría de vivir que no había cualquier identificación con nada de lo que surgía. Y al final, ya en el coche de camino a casa y con una pequeña lagrima por salir, me sale con esto:
No sé qué ha pasado, pero hoy no sé quién soy.