«Hay días que algunos no olvidamos, quizá vaguen por la memoria un par de meses y se pierdan, pero jamás se van del todo. Hay días que no entendemos, pero vivimos, hay cosas que no explicamos, pero sentimos».
Situados en el 11 de octubre del 2013, en una hermosa pero sucia playa de Tolú, Sucre. Esperamos mi hermano, mi primo, mi viejo y yo, el cautivador partido de la selección colombiana de fútbol, que por ese entonces, revivía la ilusión de un pueblo para volver a una copa del mundo.
El rival era, ni más ni menos, Chile. Un combinado poderoso, con una ofensiva que asustaba. A Turboman Vargas, Alexis Sánchez o El Mago Valdivia, se les respetaba, en el continente, y en donde les vieran. Su crecimiento deportivo, como selección, había sido notable. La generación que les representó de manera correcta en Sudáfrica (2010) había madurado, sus jóvenes eran ahora referentes, y su juego, era agresivo, físico y letal.
El panorama no era fácil, pero la tricolor jugaba en casa, y la casa siempre se respeta. Aquí, habíamos atendido a Paraguay, Bolivia y Uruguay. El ánimo estaba por los cielos, y la cita mundialista, nos llamaba.
Cuando el reloj marcó las 4:30 p.m. la cabaña, que estaba a unos 30 metros de la playa, dejó de ser cabaña para vestirse de tribuna, la familia y un grupo grande de pelaos jóvenes se acomodaron con cerveza en mano y comida en mesa, para disfrutar del litigio. La pantalla de baja resolución nunca importó, ni el HD, ni el 4K nos hicieron falta ese día. Mientras tuviéramos la posibilidad de ver a nuestro combinado, cualquier resolución valía.
Me paré del sofá, amarillo con bordes beiges, y entré a la cocina, sentía la garganta como un desierto y las manos como un oasis, el sudor recorría cada centímetro de mi cuerpo, y nervioso escuché a lo lejos el himno, inconfundible y bello, que nunca suena tan hermoso, como cuando lo entonan quienes representan con su talento, a esta linda tierra. Recuperé mi asiento y vi en el TV, Samsung gris con bordes negros, una marea de 42,000 hinchas, derrochando pasión y energía en un estadio, que pasó de estadio a caldera, rugiendo y alentando, Colombia saltó a la cancha con un XI de gala:
Ospina, Medina, Perea, Yepes, Armero, Aguilar, Sánchez, Cuadrado, Rodríguez, Gutiérrez y Falcao.
Sin esperar más, y ansiosos por lo que podía pasar, el colegiado Paulo Oliveira, de Brasil, dio inicio al juego.
Con el pasar de los minutos, las caras se transforman de ansiedad a temor. Como lo habíamos pronosticado, Chile fiel a su carácter, salió a devorarse el terreno, Sampaoli era un tipo duro, y su conjunto estaba a todo o nada, Colombia por su parte, tenía imprecisión y dudas, una combinación nada deseable, para ningún equipo.
Cuando transcurrían solo 16 minutos, y con la complicidad de Amaranto, Jorge Valdivia asistió a Vargas, que pillo y habilidoso, se dejó caer tras un contacto de Ospina. ¡Jueput*!, fue lo único que escuchamos, la sala pasó de tribuna a velorio, y la alegría se transformó en suspenso. Arturo Vidal, un perro de caza chileno, agarró la pelota, y sin vacilar ni un poco, la clavó. ¡1-0!
En mi mente, todavía estaba muy viva la esperanza de la remontada, me imaginaba que sería muchísimo más fácil recuperar la pelota, luego de gol, creí erróneamente que La Roja se relajaría y nos daría el dominio del esférico mientras se replegaba. Pues bueno, en los próximos 2 minutos, me di cuenta que esta gente no venía ni benevolente ni misericordiosa.
Luego de que Alexis Sánchez concretara el 2-0, el barco se hundió, perdimos los papeles en la cancha y fuera de ella, la esperanza de toda remontada se había ido. Nos mirábamos unos a otros tratando de descifrar, como técnicos de esquina, que carajos había pasado. Estábamos a un solo punto de disputar una Copa Mundo y nos estaban goleando, en nuestra casa, con nuestra gente y nuestro mejor equipo. Sin respuesta alguna, y solo con señalamientos, nos resignamos a observar y sufrir, tal y como aprendimos viendo al Independiente Medellín en casa.
Siete minutos después, y como clavándole una puñalada a un muerto, cayó el 3-0. No podía haber más dolor que el que ya sentíamos, pero por primera vez encontramos un culpable. El pobre lateral derecho Stefan Medina, que apenas debutaba, se convirtió rápidamente, en el tipo más odiado de una nación, su displicencia en el segundo gol, y su mala suerte en el tercero, lo hacían merecedor de una melodía de insultos, clásica del aficionado, que en su éxtasis encuentra en el futbolista, un blanco para descargar su ira, hambriento de violencia que convierte en palabras, uno a uno de los participantes en la sala bautizó a Medina, como El Tronco. Un apodo perpetuo que lo acompañará hasta que aquellos que tenemos memoria, fallezcamos olvidando su nefasto día en ese bello octubre.
En el medio tiempo la cabaña se vació inmediatamente, un par fumando, otros discutiendo y el resto existiendo, solo esperamos que pasara el tiempo, aburridos y golpeados, imaginando el peor resultado de la ecuación, estar fuera de la máxima cita mundialista.
En mi mente, solo recuerdo las frases: «Eso está perdido» y «Ahí ya no hay nada», con las que recibimos el segundo tiempo. Con todo mundo en su sitio, la segunda parte tomaba ruta y arrancábamos en un festival de lo incierto.
Bastaron unos minutos para notar el cambio, aquel Chile violento y agresivo, no saltó a la cancha. Era obvio, por más que se quiera, un equipo acostumbrado a clima templado, tenía que sufrir las consecuencias de un infierno como Barranquilla. Elegido especialmente por su maravillosa habilidad de desgastar al rival, aunque Colombia no hiciera su tarea, la cancha sí cumplió con lo suyo.
Aunque el partido se estabilizó, no fue sino hasta el minuto 68′ que en verdad tuvimos oportunidad alguna. Luego de un tiro libre en la periferia del área, y una extraña jugada de James Rodríguez que terminó aprovechando Armero, para asistir a Teófilo Gutiérrez, despertó en mí, y en los que me acompañaban, una furia salvaje que deseaba salir, ese nudo en la garganta que genera la rabia, se había liberado, y con él, el júbilo de todo un país, que retomando la fe, descubrió de nuevo el camino de la victoria.
La olla del Metropolitano cada vez ardía más y más, el pasar de los minutos convirtió a Chile en una presa y a Colombia en el cazador. El concepto de Futbol Fritanga instaurado por Iván Mejía se hizo claro en la cancha, Cuadrado sacando la pelota como 5, Armero repartiendo como Interior y James desbordando como extremo fabricaron, al 74′, una pena máxima que despertaría la efervescencia en todos los rincones del país. En la sala, pasamos de expertos en escepticismo, a fanáticos de la fe. El sensacionalismo adornaba la pantalla, y el Folklore propio del fútbol sudaca, se tomaba la cancha.
Había que tener los huevos muy bien puestos, para pedir la pelota en ese instante. Y lo terminó haciendo el más hombre, el infalible, un goleador que sabía triunfar en casa y en el exterior, uno de los mejores hombres que, aún hoy, conserva el deporte patrio.
Con la furia de El Tigre, ¡3-2!
A solo diez del final, una pelota al vacío para James Rodríguez, terminó por convertirse en un momento histórico para el fútbol colombiano. La falta de Claudio Bravo le daba al combinado patrio, la oportunidad de acabar con la sequía, de renacer y sobretodo, de recuperar la dignidad perdida tras el 3-0.
Con una jerarquía soberbia y un derroche de compromiso, Radamel Falcao García agarró la pelota, tomó distancia, emprendió carrera y nos clasificó. ¡3-3!
Era inverosímil, catastrófico o heroico, nos habían hecho tres goles en 12 minutos, jugamos uno de nuestros partidos más malos en toda la eliminatoria, y sellamos nuestra clasificación a Brasil en una misma tarde.
Luego de 16 años, tendríamos el placer de entonar nuestro himno en las justas más importantes del balompié internacional. No era cómo lo logramos, sino, lo que logramos. Nos podían haber regalado tres penales más, y nadie habría discutido sobre lo malo que fue el arbitraje, una tarde y noche para deleitarse y entender lo bello y duro que es el fútbol.
La hazaña más imponente para cerrar una velada maravillosa de octubre, un día de tristezas, alegrías y fútbol, mucho fútbol.
¡Pura vida!