En los escritos que se han hecho públicos, he intentado abordar el debate electoral a partir de propuestas, sin el eslogan de izquierda, derecha o centro, pero lo más importante, sin comprometer mi independencia con candidatura alguna, pese a la pugnacidad con la que ha transcurrido la contienda política, especialmente en las redes sociales que hoy son las principales gestoras de la post verdad, la desinformación, y lo más pernicioso, es que se han convertido en la plataforma de ataques personales combinadas con campañas de desprestigio hacia las plataformas políticas en contienda, donde desafortunadamente, los protagonistas son los mismos candidatos presidenciales. De otra parte, están las encuestas, cuya idoneidad está rodeada de cuestionamientos desde la perspectiva científica y sobre todo ética, por los sesgos evidentes en favor de uno u otro candidato, según convenga a los patrocinadores.
A tres semanas de la elección presidencial, es prudente reflexionar sobre el voto; considero que su importancia es superlativa para el momento que vive el país; por supuesto que los problemas no se van a resolver en el próximo cuatrienio, pero este va ser fundamental, no solo por la naturaleza de las coyunturas, sino porque el próximo gobierno, sea el que sea, estará abocado a abordar una serie de temas en los que se va a poner en entredicho la viabilidad del país; algunos calificarán esto como “alarmismo” o “tremendismo”, pero las circunstancias y los hechos, -que no son del alcance de esta columna- lo dejan ver de esa manera.
En tal sentido, durante el debate electoral, he sostenido -incluso antes de que empezaran las campañas presidenciales y congresionales- que los temas se están acometiendo desde las candidaturas y medios de comunicación sobre “lugares comunes y con una mediocridad que espanta”, cosa que enfatizo y sostengo en mi columna Verdades a Puños; en otras palabras, con altas dosis de demagogia y populismo que se ven en todo el espectro político, la diferencia radica en las “formas de vendérsele a la gente”, pero al final, la falta de rigurosidad característica de la política colombiana sigue estando, solo que en una versión empeorada.
Para poner un solo ejemplo: todos los programas de gobierno tiene una especie de comodín cuando se refieren a que la educación debe ser publica, universal, gratuita y de alta calidad, de hecho, su condición de derecho fundamental exige que así sea, no obstante, los candidatos se refieren a esto como si fuera un asunto abstracto y consistiera simplemente en promulgar una ley; pero en ningún caso han evaluado en la práctica de gobernar un país complejo como Colombia, variables como la financiación, infraestructura, recurso humano, calidad, cobertura e institucionalidad, variables que hoy gozan de serios problemas, que lejos de resolverse, se van a empeorar.
En virtud del título “Por amor a Colombia”, y por los argumentos que aquí se han expuesto, quiero acudir a la conciencia, al intelecto y a la cordura de la nueva generación de jóvenes, que hoy representan una porción importante de la población, a que se indignen no en las redes sociales con “memes” e insultos, sino en las urnas, con un voto informado, consciente, coherente con sus convicciones y responsable con el país. Esta es una frase de cajón, pero totalmente cierta, “el cambio empieza por nosotros mismos” y se materializará en el momento que nosotros los jóvenes, el presente de esta nación, nos pongamos como objetivo la renovación de una clase política anacrónica, con ideas obsoletas y que de paso, tiene seriamente amenazado el futuro del país.
En general, la posición que he asumido, ha sido impopular y calificada de “pesimista” (yo diría escéptica), porque no le apuesto a renovaciones falsas que en el fondo son “más de lo mismo”. Tampoco dudo que los candidatos en contienda tengan propuestas que le sirvan al desarrollo del país, y que como seres humanos, también son propensos a equivocarse; pero sus antecedentes y sobre todo su procedencia política, en mi caso, no me genera ningún tipo de confianza, así como, a mi juicio, sus méritos (muchos bien cuestionables) no son suficientes para ostentar tan importante cargo; por lo que quiero sostenerme en la opción del voto en blanco, como un acto de nobleza, y al mismo tiempo, de protesta contra corrupción y el cinismo como forma de gobernar un país, razón tenía alguien cuando afirmaba que –“gobiernan de la peor manera, y aun así, ganan las elecciones”-; pero adicionalmente, creo que el voto en blanco es uno de los pocos mecanismos que tenemos los ciudadanos para exigir un cambio de fondo y sustantivo en la política, pese a que, alrededor de esta alternativa se han ceñido mitos sin fundamento lógico, que por supuesto distorsionan y polarizan al elector.