En primer lugar selecciono un buen libro, ese que puede tener una cita infinita, aquella que puede significar una máxima incluso para la vida. Pero, además de ello, empaco en el morral otros textos que pueden servir para movilizar ideas, para mover el terreno. La clase o el taller pueden contener otros elementos; depende de mí intención y lo que quiera generar en mis estudiantes. Cinta de enmascarar, tijeras, hojas de block, la preparación previa de frases, consignas, dibujos, videos, películas, algunos elementos que acompañan la ruta a seguir, un camino empinado hacia el encuentro con los otros. Llegar a ese espacio físico del aula, recinto, patio o el lugar disponible, pues la realidad educativa a veces es así, constituye un primer acontecer de lo que será un encuentro formativo, un espacio que puede o no ser significativo dependiendo de la experiencia que se movilice en éste.
Disponer el espacio, darle forma coherente a esos materiales, contemplar el silencio y la concentración requerida para que todo tenga un sentido, o también un sin sentido para otros, pero al fin de cuentas, que todo lo dispuesto tenga cierta lógica y coherencia requiere su mística, momento previo antes de que los estudiantes, aprendices, formandos o como quiera llamarse, empiecen a llenar esos espacios con sus expectativas, dudas, críticas y deseos de activar el cuerpo y la mente. Esa sensación de pararse frente a un curso o un taller y experimentar un proceso educativo siempre será retadora. En palabras de Marta Zambrano, “aquel momento de silencio corto, pero filoso entre el profesor y el estudiante cuando este llega a su clase y saca sus libros para dar su lección, para dar-se”, es la posibilidad más intensa de un encuentro en devenir; ese silencio es el contrato tácito que existe entre las partes, finalmente un momento de verdad en donde la sensación de nervios y matices sensoriales nunca desaparecen. La experiencia formativa que “atraviesa” el cuerpo.
La gente empieza a llegar, el tiempo apremia y la puntualidad se convierte en un tesoro difícil de palpar. Finalmente después de algunos minutos razonables, se da inicio a la clase, no sólo para abordar los contenidos planeados, sino para ser respetuosos con los que llegaron a tiempo. Sin embargo un pensamiento grisáceo no puede abandonar mi mente al ver que la convocatoria no fue la esperada. ¿Y los demás? Sería una pregunta explícita que emergería, llegó uno, dos, cinco, finalmente, llegaron diez, el resto no llegaron… la respuesta solitaria a mi nostálgica y preocupante pregunta. Posterior a esto, aparecen las excusas y razones de los estudiantes: “Profesor, no puedo asistir por que debo trabajar”. “Profesor, tuve un inconveniente familiar y me es imposible asistir al curso”. “Profesor, debo de irme temprano porque tengo otro compromiso”. Argumentos que pueden tener solidez o no, pero que repercuten e inciden en los procesos de formación y desarrollo.
La educación popular y pública requiere de elementos y acciones por parte de los estudiantes o beneficiarios de los procesos educativos especialmente derivados de fondos públicos, que trasciendan esta idea a veces superficial de participar solo por el hecho de que el evento o el proceso son “gratuitos”. Inevitable que emerjan algunos juicios a modo de reclamo en sintonía con los diferentes valores que también se gestan en estos escenarios formativos. Por ejemplo, si los estudiantes o participantes son conscientes de lo que implica faltar al saber, que es probable que estén privando de un cupo a un/una joven que verdaderamente lo necesita; otra idea factible es que los jóvenes hoy toman a la ligera la participación de estos escenarios en donde hay una sobreoferta de los mismos, conjugándose esto con el deseo y la energía de querer estar en cuanto espacio posible surja, generando en ello un ausentismo a veces provocado por sí mismos, pues la presencia en todos los espacios, que muchos de ellos son realizados al mismo tiempo, simplemente resulta imposible.
En referencia a lo público puede tener este y otros efectos, pero también vale la pena reflexionar sobre el sentir de nosotros los profesores, talleristas o facilitadores que existimos en la ciudad articulando y trascendiendo la formación y que a diario “padecemos” esta peculiar situación. Nada más frustrante que el territorio vacío de un aula; los materiales que se preparan con esfuerzo, libros, fichas y presentaciones solo cobran vida en la medida que los participantes interactúen con ellos para los propósitos misionales del curso o taller. Si no hay asistencia, pues no hay interlocución, intercambio, experiencia del otro, pues es en la otredad la posibilidad de construir pensamiento.
Pero otros sí llegaron, y aunque no desaparece cierto aroma de frustración al ver más ausencia que presencia, el empeño de quienes estamos en la formación de manera resiliente se permea de actitud y energía para acompañar a esos pocos como si fueran todos, pues el acto de educar si bien como práctica promueve el acceso a todos con igualdad de oportunidades, también lo determina las decisiones autónomas y coherentes de los participantes. Hay toda una apuesta de ciudad y a su vez de país de hacer de la educación un motor transformador de contextos y legados. Asistimos a un reto enorme en el presente de acoger las dinámicas tanto públicas con exigencia y responsabilidad, como las dinámicas personales que permitan aprovecharlas y compartirlas de modo que a la clase o al taller lleguen todos y todas.